Al citar casos relevantes de estas soluciones (McDonald’s, Lipton Tea, Uniliver), dice que “el poder de las grandes compañías en las cadenas mundiales de suministro se convierte en un instrumento útil para poder exportar y obligar a respetar las normas medioambientales en distintos países”. Jason Clay, vicepresidente ejecutivo de World Wildlife Fund (WWF) –cita Van der Ven- calcula que la producción de 15 materias primas esenciales “por sí sola, es la responsable de varios de los problemas medioambientales más acuciantes (…) Dentro de esos 15 productos, el 70% del comercio internacional está en manos de menos de 500 empresas”.
En otro momento de su artículo, el profesor de la McGill University retoma lo expresado por quien fuera director ejecutivo de la WWF Canadá, Gerald Butts, cuando pondera el peso de Coca-Cola como una de las mayores compradoras mundiales de aluminio, caña de azúcar, cítricos, vidrio y café. Tras la referencia quedé fascinado con el tono radical de Butts, para reafirmarme lo que no pocas veces estimo deberíamos hacer en el sector cultural mexicano.
Butts señaló que “podríamos pasar 50 años tratando de presionar a 75 gobiernos nacionales para que cambien el marco regulatorio (…) O la gente que dirige Coca-Cola podría tomar la decisión de no comprar nada que no esté cultivado o producido de determinada manera, y entonces, toda la cadena global de suministro cambiará de la noche a la mañana. A la hora de preocuparse por la sostenibilidad, Coca-Cola es, sin la menor duda, más importante que Naciones Unidas”.
Producción cultural… ¿en los anafres?
La original y desafiante postura de Van der Ven y compañeros, me puso a girar. ¿Es posible que las fuerzas del mercado cultural puedan resolver los problemas generados por la falta de inversión del gobierno en el sector cultural? Según mis estimaciones (ver en este portal mi reportaje Carrusel al filo de la 4T), al finalizar 2019 el gasto público a los diferentes actores del sector se habrá contraído en alrededor de 3 mil millones de pesos. Entonces ¿es factible un acuerdo entre los dueños de la cadena de suministro del sector cultural para que el mercado absorba y de espacio a quienes no recibirán financiamiento para sus actividades productivas?
Parafraseando a Butts, a la hora de preocuparse por la sostenibilidad de la diversa vida cultural del país, las grandes empresas e industrias del sector cultural son, sin la menor duda, más importantes que el gobierno federal, el cual está decidido a reducir (aun más que los neoliberales) su fondeo. Es inútil tratar de convencer al Presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, de lo contrario.
Lo equivalente a las etiquetas, certificaciones y compromiso con el medio ambiente cultural, consiste en incorporar a las grandes cadenas de suministro inversiones para hacer negocios con micro y pequeñas empresas culturales al igual que con ONG’s e instituciones de educación superior cuyas ofertas pueden generar comercio en diferentes escalas.
Consideremos la viabilidad a partir del Producto Interno Bruto (PIB) cultural, de notable desempeño desde 2008 en que el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) inició la contabilidad para efectos de la Cuenta Satélite de Cultura. En la actualización a 2017, del 3.2% del PIB cultural, el mercado aporta el 2.4%, en tanto que el gasto público el 0.2% y el trabajo en los hogares (trabajo voluntario medido en liquidez) el 0.6%.
En efecto, lo que se vislumbra como única salida para dar solvencia y viabilidad a quienes dejó descobijados el gasto público, como a quienes desean encontrar lugar en el mercado, es una alianza o (aunque suene chocante por la mala fama del concepto) un pacto entre las fuerzas productivas del sector cultural.
Se trata de lograr un entendimiento entre los dueños de las “materias primas esenciales” del sector, que se llevan miles de millones de pesos del consumo cultural, con los micro y pequeños productores que tienen capacidad de enriquecer la oferta del mercado cultural.
La otra opción es deliberar sobre la producción cultural en los anafres.