En una expresión básica, la derrama de gasto público significa dinero para que millones de personas vivan. Según el ámbito de influencia del gobierno, la ausencia de esos flujos se traduce en desempleo y precariedad. Como por igual le pega a las cadenas de valor.
Así de cruento: los de la hacienda pública deben operar mucho mejor que cualquier holding.
En ese enfoque, estimar los miles de millones de pesos que han dejado de inyectarse al sector cultural, permite asomarse al tamaño de la tragedia que en tres años y cuatro meses de cuatroteismo han vivido muchas familias.
Aunque se alegue para bien el incalculable valor simbólico de la cultura, al final, como en el béisbol, se impone la frialdad de los números.
Especulemos en esta entrega con algunas aristas. En el lapso 2013-2018, mediante recursos etiquetados a proyectos culturales, se entregaron casi 12 mil millones de pesos (mdp).
Las instituciones de cultura de los estados recibieron en el anterior sexenio cerca de 5 mil mdp, independientemente de lo que sus propios congresos les entregaron para su operación.
Obtener a detalle los montos circulantes, en dicho periodo, a través de una diversidad de programas de las instancias federales, es una tarea complicada.
Más difícil labor si, como corresponde a una visión integral del sector, se tienen en consideración capítulos esenciales del acontecer cultural. Citemos los subsidios vía estímulos fiscales, los flujos por estructuras como los fideicomisos, las aportaciones vía cooperación internacional más los dineros que se suministran mediante cruzamientos, cuyo caso más notable son los ejercicios presupuestales en el campo de las instituciones de educación superior públicas.
Hablamos de una serie de variables financieras cuya suerte, en lo que va del tramo sexenal, ha sido la desaparición, el encarecimiento por costos, la inaccesibilidad burocrática o la tan baja asignación de dinero que los programas operan como curitas.
Supongamos que en estos arroyos llegaron a navegar alrededor de 25 mil mdp en la pasada administración. Una cantidad a la que no estamos sumando los ejercicios ordinarios del Ramo federalizado de cultura y otra diversidad de fuentes transversales.
Bien ¿podemos imaginar las consecuencias del conjunto de ajustes que, entre 2019 y lo que va de 2022, ha dispuesto el gobierno en esos y otros capítulos del gasto cultural?
Ya apurados ¿qué tal si sumamos a esa cantidad los rezagos de muchos lustros y le ponemos los efectos del parón económico de dos años de pandemia?
Al hacerle las cuentas al régimen que gobierna, podemos especular que dejó de suministrar al menos unos 3,500 mdp al año. Es decir, en datos “alegres”, van 10 mil 500 mdp.
Curiosamente la cifra remite a lo que supone costará el proyecto Chapultepec, monto que representa un año de presupuesto de la Secretaría de Cultura.
El efecto en el modo de vida de miles de trabajadores de la cultura es letal, como en infinidad de proveedores de bienes y servicios.
Además, las consecuencias simbólicas en el escenario del valor de la cultura nacional se tornan incuantificables ¿e irreversibles?
En diversidad de sentidos el sexenio cultural se acabó. Por ello conviene trabajar desde ahora en lo que será esta herencia y el margen de maniobra para el nuevo gobierno.
No se trata sólo de recuperar la liquidez de fondos que bien o mal se tenían hasta 2018. El desafío refiere también tanto a la reconstrucción como a la reinvención de la solvencia del sector cultural, pues es un empeño que va ir más allá del próximo ciclo sexenal.
Pensemos bien dónde estaremos parados en 2024.
*Esta columna se publica previamente en El Sol de México y en su red de la Organización Editorial Mexicana (OEM).