En el paquete electoral por las gubernaturas del 5 de junio, los sectores culturales juegan en los contrastes. Nada ajeno a lo que caracteriza el mapa nacional: unas entidades los tienen potentes, otras en el desamparo, aun cuando no pocos de esos estados son dueños de acervos culturales descomunales que se combinan con fuertes rezagos sociales.
Es por ello que Oaxaca se revela como el caso más llamativo, en tanto que exhibe el mayor cúmulo de calamidades en el contexto de su riqueza. Lo decimos así, para no ir más lejos: van tres sexenios en los cuales el manejo institucional ha sido un caos. Basta atenerse al número de titulares de la Secretaría de las Culturas y Artes, como a los conflictos gremiales, los bajísimos presupuestos, la precariedad lacerante o la incapacidad para adoptar planes de desarrollo al menos a mediano plazo, a pesar de tener elementos de sobra para hacerlo.
Lo por siempre curioso al referirse a este caso, es el notable desempeño de la Fundación Alfredo Harp, con la figura señera de su esposa, Isabel Grañén Porrúa. Para unos, el empresario aprovechado en el pobre contexto oaxaqueño; para otros, la palanca de una preservación sin cuya presencia, vaya usted a saber que sería, en el nodo, el Centro Histórico de la capital.
El “músculo” cultural de Oaxaca demanda un modelo de gestión del desarrollo que no tenga que ver con lo que hasta ahora se conoce, el cual impone un desafío, ante todo, a las creencias de una serie de comunidades de gran activismo.
En esa perspectiva el medio de contraste es el caso de Quintana Roo, un estado cuya estructura institucional además de casi inexistente, nada le alcanza ante la dinámica económica del emporio del turismo y el entretenimiento. Por ello hasta el acervo que controla el INAH se encuentra subordinado a dicho duopolio.
En la perla del Caribe los escasos grupos culturales se atienen a las organizaciones de la sociedad civil, a las disputas propias del mercado y a cierta capa de empresarios leales al desarrollo sostenible. Igual si se trata de defender el patrimonio natural, como lo vemos en la confrontación por el Tren Maya, vale más lo que se ubica fuera del orden gubernamental. El sector cultural quintanarroense está por inventarse.
Mientras que para un aspirante a la gubernatura en Oaxaca lo cultural es un factor que ciertamente no puede pasar inadvertido, para el que busca la de Quintana Roo es accesorio, en tanto que para el que quiere ser el mandamás en Aguascalientes de igual manera no es materia decisoria de una contienda electoral.
Si el poeta Víctor Sandoval, como precursor de la política y la gestión cultural da sello a esa tierra, sus correligionarios se bastan y se sobran con lo que bien o regularmente ofrezcan sus gobernantes. Tienen mucho en bienes y servicios para la capital, donde se concentran sus fortalezas y aspiraciones. Cosmopolitas de la matria, sin celo por el empeño de estados vecinos, tampoco les urge contar con un empresariado mecenas ni con una veta de negocios culturales. No empujen, van pian pianito.
En este escenario, quien desee gobernar Tamaulipas tampoco se debe preocupar por el factor cultura. La balcanización de la entidad le da una singularidad que impide cualquier proyecto unificador de desarrollo cultural, si es que vinera al caso. Llama la atención que el candidato por Morena, Américo Villarreal, sea hijo del priista del mismo nombre que, como gobernador, creó el Instituto Tamaulipeco de Cultura (hoy para la Cultura y las Artes).
Verán que algo así ocurre en Durango e Hidalgo, más prominente el segundo que el primero, en cuanto a calidad y alcance de sus acervos. También hermanados por sectores culturales precarios y de escasas posibilidades de crecimiento, lejos del interés electoral como de promesas transformadoras para dar cauce al “cuarto pilar del desarrollo”, no dan votos, ni lata.
Y conste que el panorama no tiene que ver con la 4T que, si les toca, ya saben lo que contarán seis años después.