Una de las joyas de la corona del periodo neoliberal, es el Centro Nacional de las Artes (Cenart). Quizá los jóvenes que habitan el sector cultural hayan estudiado lo que ahí ocurrió antes de que, en la primera gestión de Rafael Tovar al frente del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (1992-1994), se pusiera en marcha la megaobra.
Estos y muchos ojos fueron testigos, en los días previos al cierre del sexenio de Carlos Salinas, de la ceremonia de inauguración de una construcción sin concluir. Resuenan en mis oídos el decir del mandatario, al mirar un piano Steinway puesto para la ocasión. Más o menos soltó, vaya sonrisa, que el Cenart y la dotación de pianos prevista eran un ejemplo claro de los buenos resultados de una política fiscal.
Vaya que lo tengo presente, aunque tantos detalles se me olviden después de casi 28 años de aquel episodio inaugural. Me tocó ser el director de Prensa y Difusión del Conaculta entre 1993 y 1996. Fueron montones los problemas que se enfrentaron para poner en marcha la transformación del enorme predio de Río Churubusco y calzada de Tlalpan. Tantos como profundos, que siguen presentes.
Citemos el caso de la negativa de la comunidad del Conservatorio Nacional de Música a ocupar el edificio que les correspondía, por lo cual se insertó la Escuela Superior de Música. En otra situación, tenemos la célebre torre de investigación, cuya arquitectura vistosa, no llegó a cumplir las expectativas de los académicos.
A la luz, tras muchísimos años, perduran las infames instalaciones de Canal 22, como el desaprovechamiento de otros espacios de los otrora heroicos Estudios Churubusco, por décadas en uso dominante de producciones privadas. Un edificio del IMCINE metido con calzador. Pasen en estos días a ver el mugrero en que está convertido el “chocorrol”, la sede de la Escuela de Teatro.
Eso y más: incumplida por falta de valor y arrojo, la promesa central del Centro Nacional: ser eje de una transformación del INBAL. En el plan, desprender del instituto todo el componente educativo y de investigación, para que el Cenart los operara con esperanzador optimismo a futuro. Con ello alimentar el centralismo insaciable a través de una “red” de cenarts en el país. Dejar en manos de la desgastada instancia lo relativo a la promoción cultural.
Lodos, polvos, lo que salió es lo que opera, para qué decir más, sin mayor interés del cuatroteismo por cambiarle la estrella neoliberal Cenart. Como parte del complejo, al extremo con Canal de Miramontes, en donde estuvo el cine Pedro Armendáriz, se levantó un complejo de salas de cine.
Se creó un instrumento jurídico para poder concesionar el predio a cambio de la construcción y equipamiento, que incluye el parqueadero. Correspondió al corporativo norteamericano Cinemark el privilegio, en ese entonces el hit de la exhibición cinematográfica al ritmo del TLCAN.
Abrió sus puertas en 1995, con el presidente Zedillo, al lado de la veracruzana Salma Hayek. Variados argumentos, entre ellos el de la asociación público-privada, jamás convencieron a la comunidad cultural. El absurdo no se ocultó. En el lugar del orgullo que fue la Cineteca Nacional, un negocio estadounidense. En el nodo de la supuesta mega transformación de la educación artística superior, una concesión que supuestamente fondearía proyectos.
A la salida del mercado de Cinemark, expulsada la cadena por el empuje compensatorio del duopolio Cinépolis-Cinemex, éste ganó los derechos. Nueve años después, sea por la crisis de asistencia a las salas debido al coronavirus, por lo caro del contrato o por devolverle al pueblo lo robado, la infraestructura queda a disposición de la Secretaría de Cultura.
No hay mayor ciencia en que se determine, tras el cierre de ese nicho del Cenart neoliberal, la instalación de una sede de la expulsada Cineteca Nacional. Suponemos que el cine mexicano y sus seguidores saldrán ganando. A ver si la pobreza franciscana lo permite.