“A ver cómo me va”, soltó ante una Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes abarrotada. Ese jueves 20 de julio iniciaba el periplo del libro Miriam Kaiser: Una guerrillera por amor al arte. Atisbos de la gestión cultural en México, de Angélica Abelleyra, publicado por la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL, 2023).
En efecto, una biografía como reportaje novelado en la que una enorme figura de la cultura mexicana dio rinda suelta a su historia, a sus 87 años, convencida de que no guarda secretos porque, dice, “no llevan más que al desastre”.
Son las ventajas de narrar un testimonial, un privilegio que es también un enorme riesgo. Una experiencia extrema que, al abordar Mi motor, la música (UANL, 2023), la biografía del maestro Eduardo Diazmuñoz bajo la batuta de Brenda Elizondo, me hizo volver a cuatro entrañables amigos, dos de ellos diplomáticos en vida y los otros dos músicos ya fallecidos.
En retiro, los embajadores Jorge Alberto Lozoya y Luis Ortiz Monasterio han entregado a cuentagotas el acervo privilegiado de sus quehaceres. Más Ortiz Monasterio que Lozoya. Mis esfuerzos por apoyarles para elaborar un documento total han sido infructuosos. Más Lozoya que Ortiz Monasterio refiere al necesario silencio que se debe guardar sobre muchos acontecimientos del ejercicio diplomático, entreverados no pocas veces con las vivencias personales. Cada vez que puedo les insisto. Lo seguiré haciendo.
Vamos a quienes partieron. El 9 de febrero de 2009, mientras dormía, viajó a la tierra de sus desvelos místicos Jorge Reyes. No muy lejos de la noche de su muerte le insistía en preparar un libro para celebrar sus seis décadas de vida en 2012. En la noción de que sobra tiempo para ciertas decisiones, mi carnal michoacano no pudo contar su vigoroso y sensacional proceso creativo. Es la fecha en que no ha sido posible encarar un legado fundamental para la historia de la música mexicana.
Mi otro cercano, Daniel Catán, que lo fue porque Diazmuñoz me llevó a él, también partió en el silencio de su creatividad el 9 de abril de 2011, seis días después de su cumpleaños 62. La comprensión incesante de sus alcances como compositor, el intentar ser cómplice de sus empeños, el buscar contar noticiosamente sus impresionantes hallazgos operísticos, no me alcanzó para expandir nuestras conversaciones sobre más detalles de su paso por esta tierra.
El vacío biográfico sobre Daniel Catán que, al paso de los años, se torna tanto inexplicable como absurdo, encontró el colmo, justamente, tras mirar la tremenda película que es Mi motor, la música, en cuyas páginas Diazmuñoz entrega a Elizondo un pedacito de lo que juntos construyeron en los muchos años compartidos, con la presencia de sus esposas, dos geniales, inteligentísimas y bellas mujeres: Mayte Martínez y Andrea Puente.
Si de Reyes y de Catán llegan a editarse sus volúmenes biográficos, quienes podrán darle cierto molde, así como reaccionar ante la pluma del biógrafo, en cualquier sentido del contenido, serán sus familiares y amistades cercanas. Es la básica y feroz diferencia a cuando se narra, para fines de divulgación, de cara al transcurrir de la cotidianidad.
No es que una modalidad sea más pertinente que otra, justa o inconsistente, que bastante hemos visto en lo ocurrido con otras personalidades de la vida cultural nacional o de otros países, con sus productos biográficos convertidos en libros, películas, obras de teatro, retrospectivas de arte e incluso en pleitos en los juzgados.
Lo que subrayo es que el calibre de lo contado pega distinto teniendo los pies en la tierra. Las vistas del análisis que es factible aplicar sobre lo biografiado son numerosas, cual producción de largometraje, y por lo mismo Mi motor, la música se convierte en un desafío para sus lectores, para su audiencia.
Las secuencias, que son 14 capítulos en los que se divide la obra, son piezas de un guion complejo. Diazmuñoz y Elizondo ponen en páginas un conjunto de hechos cuya mayoría de sus protagonistas viven o bien tienen descendientes en las primeras butacas. Salvo las excepciones evidentes, las menciones como alusiones propician que el testimonio de mi amigo entrañable que es Eduardo Diazmuñoz, diseñe un juego de reacciones.
Si la biografía convencional se reserva un uso de fuentes, citas y testimonios para una arquitectura más hacia lo ensayístico como a la trama literaria, lo elegido por Brenda Elizondo se abre hacia el collage variopinto de episodios con su variedad de coprotagonistas.
Ella construye la vida del cabo hasta dónde llega a los 70 años el rabo del director de orquesta, compositor, rockero, baterista, gestor cultural, internacionalista, administrador, fotógrafo, corredor de autos, educador, pedagogo, hijo, hermano, esposo, padre, líder gremial, confabulador de proyectos y demás vertientes de un Diazmuñoz total que se pinta con una paleta pletórica de colores y grandes dosis de humor, no pocas veces, negro.
De ahí que Mi motor, la música toque los terrenos de la crónica periodística, de la entrevista de perfil y del compendio de sucesos que determinan como acompañan la ruta seguida por el protagonista de la información.
Quien acuda a las 383 páginas de la bella edición de la UANL saldrá de la sala edificada por Elizondo con la certeza de que la biopic cumple su misión. En lo escrito como por la selección fotográfica como por las fuentes documentales, el personaje logra dejar el final abierto. La saga del hombre al que rige la triada de “la música, los coches y las mujeres”, continúa bajo la consiga de que “Si miento no puedo estar a gusto conmigo mismo”.
Virtudes de una estructura
Advierto en la vida contada por mi tocayo los siguientes bloques que contribuyen a la labor de quienes estudian y difunden la historia del sector cultural y particularmente de lo que ocurre en el campo de la música.
1 La integración de un ser musical. Vertebral resulta el haber logrado delimitar las etapas de la formación del biografiado. Sin duda es central para la apropiación de las nuevas generaciones de músicos, sobre todo de los anhelantes de la dirección orquestal, que podrán tomar nota de lo que implica consumar una profesión.
2 Elementos del desarrollo sectorial. Me refiero a la inserción del fenómeno musical, desde la amplia cobertura de un creador como Diazmuñoz, en el acontecer cultural del país. La panorámica ofrecida linda en hallazgos propicios para el análisis como en la profundización de una historia por escribir, la de los conjuntos orquestales.
3 La diáspora. Como pocos directores de orquesta en México, la vida del biografiado pone en relieve la trascendencia de la diáspora creativa, así como el costo de ser parte de ella. Un ir y venir que remata Eduardo con una expresión durísima: “La primera vez me regresé por idealista, la segunda por pendejo y esta tercera vez pues a lo mejor por una combinación de las dos cosas”.
4 Vicisitudes del clima laboral y del liderazgo gremial. Dentro del aún enorme catálogo de temas proscritos en el medio musical de nuestro país, se encuentran los relativos a las relaciones laborales entre los músicos de un conjunto orquestal y el director titular, como con las autoridades de ambos.
También lo que implica ser concertador en un entorno de trabajo con pares. Diazmuñoz no rehúye nombrar los límites cuando dice, por ejemplo, “La gran mayoría llega el lunes al ensayo y toca a primera bestia (primera vista)”.
En otro ejemplo, al referirse a su experiencia con el director japonés Seiji Ozawa, recuerda que “Se puso como loco (…) Yo vengo del tercer mundo”, o en otro extremo, “No, y cada vez que sale mi nombre en la (Orquesta Sinfónica) Nacional, dicen que no, que no voy”.
5 Emocionalidad, humor y jerga expresiva. Este bloque es nodal, ya que en las intervenciones de Diazmuñoz radica la conexión con los espectadores de la biopic. Si para quienes lo conocen, lo han escuchado y compartido el discurso es la confirmación de uno de los componentes de su legado, para el resto del público será una revelación.
Mi tocayo es poseedor de una estructura muy lograda al fijar su personalidad, sus alcances y limitaciones. Hay una línea de erudición como también de sencillez que toca lo popular. Es fanático de recurrir a dichos, a sentencias y a la construcción de su lógica discursiva de modo coloquial.
Citemos algunos ejemplos: “O sea ¡cabrense callones!”, “Los calendarios eran bastante relajientos”, “Y les decía, es lo que ustedes piensan ¡babosos! Y para acabarla de amolar…”, “Uta, empecé a llorar”, “Pero ella me jugó chueco” y “No me morí, pero pudo haber pasado”.
A contrapelo de Miriam Kaiser quien asegura en su biografía “Que México es el país de la Virgencita de Guadalupe a quien rezas para tener soluciones. Que en este país no se pueden planear los proyectos a largo plazo y que el único largo plazo es el sexenio”, Eduardo Diazmuñoz, suelta que “Y pues México es como es”, “Porque en este país, más que en otros, si no hay voluntad política no pasa nada”.
Es la nación del modelo bautizado por el maestro Luis Herrera de la Fuente como el “sistema métrico sexenal”, mantra que a lo largo de su vida Díazmuñoz ha hecho propio.
6 Coloquio familiar como ejercicio de libertades. Tomar la decisión de hacer públicos muchos de los sentires del clan Diazmuñoz no es asunto menor. Quedan sus aseveraciones para la posteridad y para ser ampliadas en lo que, sugiero, sea más adelante una edición corregida y aumentada de Mi motor, la música.
Partamos de una de las definiciones centrales por parte de Mayte, citando antes lo que le dijo Miriam Kaiser a la periodista Angélica Abelleyra, a propósito de su matrimonio con el dibujante Héctor Xavier Hernández y Gallegos (1921-1994), con quien concibió cinco hijos: “Siempre digo: un artista no debería tener hijos, un creador es para construir sus mundos y no para estar en los asuntos terrenales. No guardo rencores, fue mi responsabilidad gozosa ser padre y madre”.
Escuchemos ahora a Mayte: “(…) Creo que por naturaleza todos los artistas son egoístas. Si su mundo es el arte, y es lo más importante para ellos, entonces ¿para qué se casan? ¿para qué tienen hijos? (…) El amor que él tiene por la música, yo no lo tengo por nada, sólo lo tengo por mis hijos”.
Epílogo
Si bien esta reseña no es el lugar para contar la historia compartida con mi tocayo, no puedo dejar de dar algunas señales al respecto. Quien me acercó a Eduardo fue mi hermano Humberto, un abogado que pudo ser pianista y es un enorme melómano. Hacia el año de 1986, cuando era titular de la Orquesta Sinfónica del Estado de México (OSEM) me sugirió entrevistarlo para la sección cultural del El Nacional, donde iniciaba mi oficio de reportero.
Desde entonces, como bien se dice para ilustrar los afectos y complicidades duraderas, no hemos dejado de cultivar nuestros andares. Cierto, en su biografía aparecen un par de referencias a esos momentos. Son muchos e intensos los episodios que nos unen también al lado de Mayte. Batallas, éxitos y sinsabores.
Con estas cuartillas también correspondo al gesto de Eduardo cuando, en 1991, acudió a presentar mi primera antología periodística titulada Desde la frontera norte, un serial de numerosas estampas de la cultura de los estados fronterizos de México, en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes, al lado de otros grandes hermanos como Andrés Ruiz, Leobardo Sarabia, Sergio Gómez Montero y Federico Campbell, quien falleció el 15 de febrero de 2014.
Si algo he aprendido de mi tocayo es a observar como a apasionarme por mirar a los directores cuando dirigen la orquesta. Un particular privilegio que sólo ofrecen contadas salas de concierto. Por eso y por lo que representan en la oferta musical de la Ciudad de México, desde hace lustros ocupo la misma butaca en la zona de coro de la sala Nezahualcóyotl del Centro Cultural Universitario de la UNAM.
Cada sábado, casi sin falta, acudo para apreciar lo que diversidad de directores hacen de la Orquesta Filarmónica de la UNAM o de la Orquesta Sinfónica de Minería. De sus directores titulares, huéspedes e invitados he llegado a memorizar cada gesto, cada audacia interpretativa como cada fracaso suyo o de los integrantes del conjunto.
Son los menesteres de los rostros del tiempo, como ilustra la concertadora Lydia Tár, la protagonista de Tár, el peliculón dirigido por Todd Field (Estados Unidos, 2022): “Eso espero. Pero el tiempo es clave. El tiempo es la parte esencial de la interpretación. No puedes empezar sin mí. Yo arranco el reloj. Mi mano izquierda da indicaciones, pero la derecha, la segunda mano, marca el tiempo y hace que avance. Pero, a diferencia de un reloj, a veces mi segunda mano se detiene, lo que significa que el tiempo se detiene”.
A propósito de la afirmación del académico norteamericano William Dawson III, de considerar a Eduardo el Leonard Bernstein mexicano, le he propuesto que, en los años por venir, haga un ejercicio que me parece enriquecería su herencia al medio musical de México.
Me refiero a seguir el molde de esa magnífica pieza que es Música, sólo música (Tusquets, 2020), el diálogo entre el escritor Haruki Murakami y el director Seiji Ozawa. Sería apasionante leer sobre sus compositores favoritos, como de los secretos que conducen a identificar el oficio de un solista, las piedras en el camino de un concierto y las curiosidades de una buena grabación.
Así es Diazmuñoz: que nuestros motores no desfallezcan, que jalen con la potencia que imponen cumplir a toda velocidad los años por venir, los que alguien, en algún lado, sabe tenemos definidos en el calendario de este planeta.
Por lo menos conmigo sabes que, si quieren volver a transarte con una supuesta alteración en la máquina de tu auto de carreras, me cae que ahora sí la hacemos de tos.