La grilla cultural debería revolcarse en un pragmatismo de sobrevivencia ante un nuevo gobierno. Sin importar quien gane el mandato presidencial, las expectativas de la comunidad tendrían que agruparse para garantizar una bolsa de presupuesto que recupere lo perdido entre 2013 y 2024. Y para lograrlo, tiene que reconocer las condiciones básicas para fijar un nuevo paradigma.
Por ello hay que aceptar el tope histórico del modelo de Estado cultural emanado del priato posrevolucionario. Un quehacer de políticas, instituciones y modos de gestión cultural que, a más de un siglo de existir, requiere de cambiarle el ADN.
La alternancia política no ha sido suficiente para inducir una reforma cultural. Persiste la creencia de que la precariedad del sector es consubstancial a la solvencia del alma de México.
En la terquedad, se ha llegado a la acumulación inusitada de desempleo, de rezago en infraestructura cultural, de falta de innovación, de exclusión de los derechos culturales y de una atrofia institucional a lo largo y ancho del territorio nacional.
Al menos como un proceso de transición hacia el surgimiento de una intervención de Estado renovada, quienes viven en el sector cultural deberían exigir un flujo financiero capaz de resolver, de urgencia, la dislocación del mercado laboral. En artículos anteriores hemos mostrado las dimensiones del drama y la inviabilidad de la Secretaría de Cultura para hacerle frente.
El poner la cultura en la dimensión hacia el futuro requiere de un Sistema Nacional de Desarrollo Cultural. Un ente dedicado a administrar lo sustancial de los deberes del Estado, con una vocación de planeación, con afán federalista y con mecanismos incontrovertibles para distribuir fondos públicos.
Las condiciones generadas en lo que va del siglo XXI hacen inobjetable la ruta. El paso de dos gobiernos presidenciales panistas, un retorno priista y lo que va del Morena, confirman que, la viabilidad de la vida cultural del país radica en mudar, con la tropicalización que impone, al modelo norteamericano.
No hay que azotarse. Lo que el sector y la comunidad cultural necesitan son estados y municipios con solvencia legal y presupuestal para atender su desarrollo. Luego, un régimen fiscal equitativo como alentador de la participación privada. Finalmente, un consistente protagonismo de las organizaciones no gubernamentales, es decir, más sociedad civil como buque insignia del desarrollo.
La potencia cultural que son los Estados Unidos combina dichos elementos que en México es hora de mirarlos, pues han estado ante nuestros ojos. El Estado cultural gringo es regulador y facilitador; para el Estado cultural mexicano es momento de asumir que a la integración económica, migratoria y tecnológica le falta hacer propias las mejores prácticas de fomento cultural del querido y odiado vecino.
No hay que azotarse. Un Sistema Nacional de Desarrollo Cultural sería una dependencia diferente a una secretaría de Estado. Hablamos de un organismo representativo del sector cultural, con un órgano colegiado que tomaría las decisiones tanto para hacer cumplir los derechos constitucionales, como también para lograr que quienes desean vivir de la cultura puedan encontrar vías para lograrlo.
Y no hay que hacerse bolas. El sistema que en mis divagaciones deambula, reconoce que los dos institutos nacionales, el de Bellas Artes (INBAL) y el de Antropología e Historia (INAH) no correrían riesgo. Eso sí, deberán actualizarse, con el costo que implica hacerlo. Sus naturalezas son pilares y con ciertos ajustes (hasta de nombre) para reordenar funciones, por sí mismos anulan la existencia de una Secretaría de Cultura.
En suma, los dos detonadores de cualquier diálogo en las campañas formales por venir en 2024 a mi parecer son: el compromiso de garantizar una bolsa de dinero que reponga lo que se ha perdido en dos sexenios y la disposición a crear una nueva instancia que refunde lo que un Estado debe hacer para asegurar el desarrollo cultural del país.
Sin la capacidad de reconocer que es un revolcón lo que hay que empujar, habrá que seguir hundidos comiendo las sobras de las políticas públicas, del gasto público y del orgullo simbólico, bañados en la suntuosa resignación.