Enrique Arturo Diemecke por José Ángel Leyva; una biografía “donde está todo” (1 de 2)

El director de orquesta Enrique Arturo Diemecke, en imagen tomada en 2003, en el camerino del Auditorio León de Greiff, de la Universidad Nacional de Colombia, previo a su actuación con la Orquesta Filarmónica de Bogotá. (Fotografía Indira Restrepo, tomada de Relato de un tiempo. México en Colombia 2001-2003).

 

1 Suerte de obertura.

¿Qué se le ve al director o directora de orquesta?

Su entrada al escenario. El modo de caminar hacia el podio; el vuelo de esa mirada inicial, el hablar de los brazos. La contemplación de los músicos ante el concertador.

Su abrir de la partitura, el arco de las piernas. Cómo se acomoda el frac, el vestir puesto; si se le ve cómodo o ajustado, si es imponente, inalcanzable o cercano a nuestro apapacho.

La seriedad, la sonrisa, la cara de pocos amigos.

El decir del brillo de los ojos, si los labios vienen frescos o recubiertos, si el cabello buscará o no los cielos. Uno como en festín, se sienta, si es posible, de frente a ella, a él; eliges esa región de la sala de conciertos para elaborar un diálogo: el director tiene la brújula en alta mar.

Se trata de apoderarse de las manos ¡las manos! con o sin batuta; son las de un mago o las del amante al detonar el carrusel de las notas, el fluir de los instrumentistas y la expectación en nosotros, los dueños de los cinco sentidos que ponemos a su servicio para servirnos.

Y si no habrá de leer a la letra al compositor, se busca imaginar el interior de esa masa cerebral de donde nace el divino memorioso, la emoción insustituible de la música, ahí, a los pies de uno el compositor y el director, el paraíso y también infierno. La misión de ambos es abrir la alternativa, pues no se trata de mirar el toro desde la barrera.

¿Y qué se espera de un director o directora de orquesta?

La gracia. Bien la que hace del pentagrama, bien las otras gracias terrenales y etéreas. Que siga íntegro cada vez que dirija. El control absoluto de todas las variables que concurren al concierto. Noticias cuando se aleja de su terruño. El vértigo de la evolución profesional, el relato de logros y tropiezos a través de cualquier plataforma, medio, conducto. Queremos nos otorgue un inteligente efecto retrovisor: el pasado alecciona para ir al tiempo que corre así como enmienda a la vez que consagra, y lleva hacia eso que han llamado futuro. La ruta aderezada del triunfo, el fracaso, la crítica, el desafío, el atrevimiento, el sacrificio, el desmayo.

Ya sea por ser contemporáneos o situados en los alrededores de mi calendario, espero ver envejecer a mis directores de orquesta haciendo maravillas, que para eso les enarbolo el destino. Aguardo siempre las revelaciones de esa vida inmersa en el océano de símbolos que encumbran un lenguaje.

De esa carne y esos huesos, el contar de sus andares. Si cada ejecutante de las ciencias y la cultura esconde un rosario de singularidades que le son privilegio a diferencia de nosotros los usuarios comunes de la vida, del máximo concertador de la obra musical quieres siempre todos los detalles, aunque a decir verdad, pocos los entreguen. De esa porción religiosa o si se gusta, del enorme misterio que les posee, uno necesita que canten lo más redondo posible.

 

Una obra apta para cualquier lector, pero sobre todo, lectura obligada para quienes habitan el medio musical de México. (Portada: Siglo XXI Editores).

 

2 Cadencias coincidentes.

Uno de esos directores de orquesta que me ha acompañado en mi periplo melómano, es Enrique Arturo Diemecke Rodríguez (Ciudad de México, 1955). Al cumplir con el rigor de quien se allega nutrientes sin acceder a los secretos de la fuente primaria, señalo que no es mi amigo. Acaso por un fugaz encuentro en la capital de Colombia, a inicios de siglo, un almuerzo en medio de su agenda con la Orquesta Filarmónica de Bogotá, una visita relámpago al camerino para el registro fotográfico en manos de la oriunda de Cali, Indira Restrepo, siendo entonces agregado cultural en la Embajada de México. La mayoría de esos encuentros, pues, el maestro Diemecke ante mi mirada, escrutando lo que al filtrase es una profunda admiración a su riguroso quehacer artístico.

En otro punto de mi mapa, el escritor José Ángel Leyva. En cosa llamativa, también fue en Bogotá el primer encuentro, con motivo de un festival, aunque noticias suyas por su labor editorial, su obra poética y el empeño narrativo, además de la amistad compartida con el escritor Marco Antonio Campos, lo hacían familiar. Entonces, al verlo como autor de Enrique Arturo Diemecke. Biografía con música de Mahler (Siglo XXI Editores, inicios de 2020) advertí una dupla prometedora para obtener el resultado central en este tipo de tratamientos de la microhistoria: la inmersión en los pliegos más finos, a la vez que sensibles, del biografiado.

La suerte de la obra ha estado atada a la emergencia sanitaria del coronavirus. Si bien se dio anuncio de la aparición, como se han celebrado presentaciones virtuales y publicado algunas reseñas, el cautiverio impide mayores roles escénicos, de promoción y ventas. Por ello esperamos que los lectores, en su encierro, con el regalo de un código QR, antes de la portadilla para acceder a una grabación de la Sinfonía No.1 en Re mayor, Titán, de Gustav Mahler, con la Orquesta Sinfónica de Flint, del 20 de abril de 2002, conjunto al que Diemecke ha dedicado tres décadas de su vida, tomen nota del alud de relatos que confluyen a estas páginas de vida.

Impresa en papel bond blanco de 105 gr, las 277 páginas de Enrique Arturo Diemecke. Biografía con música de Mahler, adquieren una consistencia robusta. Dividida en once capítulos, suma una generosa iconografía de diversas etapas del director, amén de reproducciones de páginas de partituras de la obra de Mahler, con las anotaciones del que es uno de sus más estudiosos y extraordinarios intérpretes a nivel mundial.

 

Una familia de diez: papá, mamá, cinco mujeres y tres hombre, todos músicos. El Cuarteto Diemecke, ca. 1963. De izquierda a derecha, Pablo, Enrique Arturo, Jilma y Carolina Diemecke. Al piano, Jesús Lira. (Fotografía tomada del libro, pág. 49).

 

3 Confín de movimientos.

José Ángel Leyva y Enrique Arturo Diemecke (de ahora en adelante EAD), han obtenido una obra que es como un viaje en montaña rusa. Más allá del vértigo, de las sacudidas y las cuesta arriba para atemperar el ritmo cardiaco, al terminar uno quiere someterse otra vez a la velocidad, atenidos a la búsqueda de más experiencias y sensaciones no experimentadas en el primer turno.

(…) fui concebido en un ambiente de afinidades y afinamientos. (Pág. 19).

Biografía para un calendario de onomásticos que dista de cerrarse, edad para una madurez que transcurre trayectos por revelar sus hallazgos, tiene un peso insospechado en la niñez, la adolescencia y la juventud. Los tres capítulos de ese universo de Enrique Arturo, de sus cinco hermanas y dos hermanos, como de sus padres poseedores de biografías así como de quehaceres sostenidos por la música, nos abren las puertas a un relato familiar conmovedor (titulados “Música en mí”, “Los tres milagros” y “Padres”).

Veo la existencia de Dios a través de la naturaleza, lo siento y dialogo con él a través de la música, comprendo su capacidad de perdonar a través de los sonidos y el arte. (Pág. 22).

El conjunto Diemecke Rodríguez es una orquesta, son música de concierto, pues todos son músicos. Para quienes nos asomamos a esta intimidad por primera vez, resulta sorprendente la familia, sus características y la impresionante road movie a la que nos somete en su relato “el menor de la camada”. Destaco el papel determinante en el destino familiar de las ciudades de Monterrey y Guanajuato, con las singularidades que impone ganarse la vida a punta de instrumentos de cuerda y aliento.

El violín se convirtió en un instrumento al que necesitaba conocer y amar con el propósito de enriquecer una pasión despierta en mí desde los siete años de edad: ser director de orquesta. (Pág. 34).

Amaba y amo al corno por sobre todos los instrumentos. (Pág. 59).

El eje Guanajuato-Monterrey señala un episodio clave en la vida de EAD:

Cuando volvimos a Guanajuato, después de vivir en Monterrey, un amigo me obsequió unos discos de Mahler. Ése fue uno de los descubrimientos más grandes de mi vida. (Pág. 38).

De raíces alemanas, por su padre y españolas por su madre, EAD es poseedor de un rasgo distintivo:

El otro aspecto es que ser tan rubio en México te hace diferente, para bien y para mal, porque no siempre hay ventajas en ser minoría. Además, por supuesto, de que me llamaban el ‘descolorido’ y mamá me prohibía asolearme como los demás niños. (Pág. 72).

El hilo narrativo corre a través del autor José Ángel Leyva, que es el facilitador para concretar que Enrique Arturo Diemecke. Biografía con música de Mahler se reproduzca en primera persona:

El director es un narrador de un acontecimiento intangible que se vuelve tangible en el momento de su puesta en escena. (Pág. 73).

 

El director de orquesta en su encierro, en su departamento ubicado en Recoleta, Buenos Aires. Diemecke es director artístico de la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires y director del Teatro Colón, sede de la misma. (Fotografía, cortesía de Benito Alcocer).

 

Si bien su presencia es desde las primeras páginas, es por demás emotivo el capítulo Padres. A ellos remite al decir que les aprendió que:

La crítica y la maledicencia hacen su labor, el artista, el verdadero artista, hace la suya. El tiempo dirá quién tuvo la razón, quién tuvo algo qué decir a la memoria. (Pág. 83).

Son las páginas del hijo que pierde a su padre, Emilio Diemecke Figueroa y afianza el sostén que es su madre, María del Carmen Rodríguez y Treviño, quien a sus 94 años, vive en Guanajuato.

Al relatar EAD su debut con la Orquesta Sinfónica Nacional en 1980, indica que su padre “nunca me expresó nada, sólo me felicitó sin hacer alardes de ningún tipo”. Tiempo después de su fallecimiento, al preguntarle a su madre sobre lo que su esposo le dijo aquella noche, “divertida me respondió”:

Muy poco. Me apretó la mano, me miró emocionado, y me dijo susurrante al oído: este arroz… ya se coció.

De los capítulos “Entre México y el mundo” a “Reflexiones para derribar una cuarta pared”, pasamos de la intensidad reveladora a las ansias por saber más de esos años en ruta a la consolidación profesional. Se siente el apuro que significa hablar de tiempos no tan lejanos, sobre todo cuando se tocan los asuntos de un director de orquesta en tierra propia. Hay una prosa contenida, una discreción innecesaria, un protocolo que deja bajo llave las otras microhistorias que dotan de vigor, sentido de riesgo y hasta sabor a las biografías.

Los logros en la OSN fueron muchos e importantes, me tocó tomar decisiones difíciles como el recambio de músicos. (Pág. 92).

La crítica se ha convertido pues en una actividad marginal y de escaso efecto en la generación o desaliento de nuevos públicos. (Pág. 103).

Casi siempre poner en el programa autores modernos y contemporáneos, sobre todo si son jóvenes o están vivos, es un riesgo (…) El público para este tipo de obras es muy reducido, por no decir nulo, casi inexistente. (Pág. 143).

En México aplauden todo, se levantan de su asiento, te piden uno y otro encore o bis, no se quieren ir hasta que les apagan las luces o les piden que se retiren. (Pág. 154).

Los que gustan de llevar alguna forma de bitácora del mundo musical de México y de lo que es posible conocer de otras latitudes, podrán hacer también su lista de momentos, situaciones y acontecimientos que EAD ha decidido, por ahora, dejar en sus archivos. Sin duda, auguro para Enrique Arturo Diemecke. Biografía con música de Mahler, de José Ángel Leyva, una reedición enriquecida dentro de unos años.

El movimiento de las manos (para el director) es el inicio de las cosas (…) Un ataque musical tiene diversas tonalidades, intensidades, volúmenes, ritmos, carácter. No sólo los brazos, también los gestos de la cara, del torso, de la figura completa. (Pág. 189).

Total
0
Share