Advertido de sus capacidades intelectuales desde su temprana edad, Victoriano Huerta recorre su vida con un amplio saber tanto de historia como de análisis político. Dice: “Según el evangelio oficial, el triunfo de los liberales puso a México en el sendero de la paz y la unión de los mexicanos, pero comencé a sentir que en realidad había dejado como herencia la soberbia de los ganadores y un reguero de odios” (p.82).
Usted, lector, como probablemente todos los mexicanos, relacionan al que fue uno de los protagonistas de la Decena Trágica con su alcoholismo. En las páginas de El indio Victoriano. Del idealismo a la desolación, la novela biográfica de El Chacal de Gustavo Vázquez Lozano (Debate, 2023, 439 pp), se define sin cortapisas. “El otro demonio que resucitó entonces fue el de la bebida, que precisaba para mantenerme despierto, pues tenía que pasar la noche haciendo observaciones. Digo que renació porque en el Colegio Militar ya había tenido problemas con la botella” (p. 120).
Así lo constata su contemporáneo Ignacio Zaragoza: “Al indio Huerta nada más le interesa el mezcal y, cuando se puede, el coñac, por eso está endeudado en las cantinas. Eso sí, jamás se le ha visto borracho en el cumplimiento de su deber. Jamás ha pedido un permiso. Jamás tiene una mota de polvo en su uniforme. Hace trabajar a sus subordinados como burros. Dios nos libre de un presidente así” (p. 135).
Son las deudas en las cantinas, pero también la precariedad. La novela enfatiza la condición de pobreza del general Huerta, la de un asalariado como militar. “A mis cuarenta años era tan pobre como cuando salí del Colegio” (p. 150).
En El indio Victoriano de Gustavo Vázquez Lozano, se cruzan numerosos hechos históricos, algunos como guiños que el lector sabrá buscar conocer por su cuenta. Durante un encuentro con Porfirio Díaz, quien deposita en Huerta controlar importantes conflictos de “desorden social”, uno se entera de distintos hechos.
“- ¿Pero por qué les interesan tanto esas vainas que se les daban de comer a los perros? – preguntó Díaz (Porfirio), y yo le expliqué que en Estados Unidos últimamente estaban obsesionados por ponerle vainilla a todo. Pero después supe la verdadera razón: la estaban usando para fabricar un raro tónico para el cerebro que vendían en botellas de vidrio. Se llamaba Coca-Cola” (p. 154).
El indio es ideológicamente laico: “México se las puede arreglar sin sus curas, pero no sin sus soldados” (p. 162) o “El ejercito demostrará ser la salvación de México, pero un ejército profesional, leal y disciplinado. Eso es lo que la sociedad necesita” (p. 192).
En el ADN del indio corre la sangre de un guerrero sin asomo de debilidad: “Horroriza pisar un cadáver, pero es simple trepar por una pila de muertos. Ver fusilar a un hombre es desolador, resulta mucho más fácil ver ejecutar a una hilera de reos. Cuando la guerra es continua, como lo fue en México década tras década, sin visos de final, se evidencia el alma de un pueblo; basta calificar a los demás como animales, quitarles su cualidad de hombres y convertirlos en plaga, en ratas, perros o chacales. En conservadores o liberales” (p. 171).
El incansable cartógrafo aguarda la oportunidad de medirse en las armas. Finalmente llegan esas tareas en Guerrero y “En Yucatán (donde) demostré de qué madera estaba hecho, de hierro, de lumbre. Ahí adquirí mi reputación como uno de los grandes generales del siglo” (p. 195).
El escritor Gustavo Vázquez Lozano lo hace sonar clarito. “Sentía tal desprecio por la muerte y anidaba en mi corazón y al odio por los bandoleros, los extorsionadores, las gavillas y los revolucionarios, que podía adentrarme a pie en una llovizna de balas sin recato y con una sola cosa en la mente” (p. 199).
Otro elemento característico en la encarnación del indio Victoriano, es su propia defensa ante el papel que la historia le ha dado. Una y otra vez insiste en el deslinde y, una y otra vez, el lector tiene que repensar su conocimiento tanto de la etapa final del juarismo, como del porfiriato y de la Revolución, con su cauda de héroes de bronce. “Pocos han sido tan abusados verbalmente como yo. De pocas personas se ha escrito tanto como de mí cuando se recuerda el año de 1913, siendo que fui un personaje con menos control del que se piensa (…) Los mexicanos inventaron a un chacal para hacer lo mismo, un engendro formado por las transgresiones de todos, una bestia a quien soltar en el desierto para que se llevara en un solo acto los robos, los asesinatos, la quema de pueblos, las traiciones, rapiña, intrigas y vilezas en las que, a mi saber, todos participaron. Que se los lleve el chacal al desierto. Que los cargue en su espalda el indio Victoriano. Y así la Revolución será purificada”.
Con esa intensidad, seguir con su voz: “Porque la Revolución sacó lo peor de todos. La posibilidad de hacerse rico, mediante la rapiña y el botín político, hizo hasta del más noble una fiera dispuesta a matar. Los mexicanos se llenan la boca cada vez que mencionan al chacal, una espléndida creación de la máquina propagandística, el chivo expiatorio en donde se depositaron los pecados del pueblo. Pero el chacal no existe. Lo inventaron porque tienen miedo de que me acerque a ellos, de que les exija un acto de contrición, de que retire mis espejuelos negros y se vean a sí mismos en el viscoso espejo de mis ojos” (p. 225). Continuará.
Primera parte en
https://pasolibre.grecu.mx/el-indio-victoriano-provocadora-biografia-1/