En días pasados, con este texto, volví al paraíso llamado Palabra, la revista cultural del periódico El Vigía de Ensenada, Baja California, que tiene por director al entrañable amigo que es Rael Salvador. Lo incluyo ahora en Paso libre para aceptar, desde esta posición, que padezco disfunción tecnológica.
La amplia gama de padecimientos sin remedio hizo crisis al dejar el escenario del teatro Benito Juárez ubicado, para colmo, a unos pasos del Monumento a la Madre en Chilango Sheinbaum City. A unos pasos del Senado y del campamento rebelde de los promotores del consumo responsable de mota.
Montones de años sin pisar el emblemático recinto, pero fija en mi recuerdo la obra Playa Azul, de Víctor Hugo Rascón Banda. El dato tiene pertinencia para contar lo ocurrido una noche de jueves de febrero: ver las butacas vacías; calcular, quizá, una veintena de asistentes y aguardar el manejo escénico de un dramaturgo y director fuera de borda, de bordes y de serie: Richard Viqueira.
Un teatrote subutilizado, para lo que es su naturaleza, con el fin de darle pista a Dios juega videojuegos y yo soy su puto Mario Broz. Así fue: subirse a las tablas. Al diablo la cuarta pared.
El acceso se da través de la parte inferior de una máquina de videojuegos, desde donde se dispara agua a los elegidos, un locuaz shooter, según me alecciona mi sobrino Milton. Se toma posesión de la sala del pasatiempo y los jugadores se aprestan a gastar las monedas recibidas a la entrada para pasarla bien entretenidos, es decir, consumar su arcane.
Envueltos en la neblina que brota del suelo, a media luz, brillan las maquinitas. Unas son cascarones para efectos del montaje y las otras (dos de ellas ubicadas en un andamio) son atendidas por seres tecnológicos de carne y hueso que surgen del ideario de Viqueira. Mujeres y hombres que son, a la vez, prototipos de la Inteligencia Artificial: Valentina Garibay, Nane Aguilar, Omar Adair, Pastor Aguirre y Ángel Luna.
A lo largo de hora y media, los contados gamers habrán de esforzarse en deambular entre las opciones inventadas por el game developer, el game master, el maestrazo, el Mario Broz de nombre Richard. Es él quien recibe al puñado de seres y les da la despedida, como mandamás de la compañía Kraken.
Cuando supe de la trama, le pedí su compañía a Milton, gran experto en videojuegos. Aunque soy usuario de las tecnologías y miembro ingrato de la cultura digital, a mis recién cumplidos 62 años no he podido dominar la vasta oferta de tejes y manejes que la industria ha puesto en mis manos a lo largo de más de cuatro décadas. Si no mando al otro barrio ese jugoso acervo es por disciplina y pudor social.
El desconcierto priva durante los primeros minutos de inmersión en la pieza dramática. Uno tarda en asumirse como parte del libreto, del vigeojuegote.
Con Milton por delante, vamos echando ojos a la forma de proceder de los compas en el íntimo episodio de realidad aumentada. Sólo faltó, al mirar al techo, un dios sancionando el happening. Lo que, de allá bajó al final, fue semen convertido en confeti plateado.
No habían pasado más de 20 minutos cuando sentí dolor de cabeza; tensión al no poder involucrarme con habilidad a alguna de las alternativas de diversión. Estaba más atento al despliegue de las actrices y los actores -moviéndose entre el libreto y la improvisación- que a sacar provecho del relajo.
En una maquinita, por ejemplo, el premio al modelo de pregunta-respuesta eran chisguetes dizque de vodka.
En una plataforma era asunto de controlar una pelea, en semejanza a un Street fighter. En otra, una de las personajas deleita a sus mirones con un sensual baile que puedes decirle que lo haga rápido o lento: una suerte de Dance Dance Revolution.
Para alternativas juguetonas, en otra máquina tragamonedas se podía asumir la elección del vivir: heterosexual, trans, bisexual, drag, indistinto, indiferente o dispuesto a cualquier postura… El robot despliega un fregón juego de máscaras para violentar máscaras.
En una de esas peceras típicas de feria y/o centro comercial que venden, a cambio de destreza, muñecos de peluche, vemos que cabe la actriz Valentina Garibay. No se trata de accionar la palanca para pescar a esa muñeca; ella propone una serie de alternativas eróticas… Pero el tiempo se acaba y no consumaste el performance.
El caso es que Dios juega videojuegos y yo soy su puto Mario Broz, del genial Richard Viqueria edifica un viaje que por igual surca los imaginarios de las adictivas maquinitas de los años 80, que los 90, que estos años del siglo XXI.
Es una disputa interactiva que deja a unos extasiados, a otros exasperados, a otros sin haber entendido un guiño y, a uno pocos como yo, seguros de ser disfuncionales tecnológicos sin cura.
El teatro es un videojuego y yo ni enterado.