MEXICALI. Habitar una ciudad en seco: en el tránsito que va del verano al otoño al invierno. Así fueron esas semanas en Mexicali en el almacenado 2022: las de un ambulante que asimila a cada golpe el territorio temporal. No había truco para el repliegue: encaramarse fue el método de la inacabada asunción que atiende un salvoconducto.
Cierto, décadas atrás vine a este punto de la frontera con la regularidad del pisa y corre beisbolero. Episodios fugaces que dejaron reverberaciones que se volvieron a alborotar en esta extraña permanencia. De esos ecos también abrevo para tejer las siguientes estampas.
La suerte del peatón. Hay una combinación heroica en la obediente costumbre de la norma con una cortesía resignada de los automovilistas. Detenerse en las esquinas donde se exhibe el señalamiento, disciplinarse al uno por uno. Tratar de sacar ventaja a la alternancia ante conductores amodorrados en el celular.
Darle preferencia al viandante es una amabilidad desenfadada. No pude confiarme de ella. Más de un piloto tocó su claxon para alentarme a cruzar.
Oleada de ladridos. No fue difícil delimitar mi zona de influencia. La demarcación voluntaria a punta de mis pasos. Un perímetro marcado por la arquitectura contrastante de las casas y de algunos edificios departamentales de escasa altura. Fachadas opulentas en caserones de una planta, otras de modestia acumulada. Ramilletes de comercios, barras enormes de servicios médicos.
El muro divisorio con Estados Unidos, aparentemente infranqueable, desde una de mis habitaciones, quedó a unos minutos de caminata. A cada paso, montones de perros ladran al ver pasar a la gente; lanzan bravuconadas, en su hogareño encierro, con mi andar. Quise contar la población de la jauría: desistí.
Después de varios sustos, opté por dejar la banqueta y rolar por el arroyo vehicular casi al parejo de los carros.
Sin boleada. Una normalidad, propia del valle de Mexicali, de las raíces de su extensión territorial, es el polvo. Una confabulación de partículas a los cuatro vientos, a veces entorpecida por la prestancia de los escasos árboles que pueblan estos dominios.
El caminante sabe que una buena boleada dura cuantas veces sea posible sacudir la tersa capa blanquecina sobre el calzado. El único día de avistamiento de un bolero, pasé de largo.
Asaltos de piel avejentada. Una de las calamidades compartidas entre las honorables autoridades municipales y los miles de conductores es el deterioro de la cinta asfáltica.
Las amplias calles y avenidas de Mexicali me facilitaron elevar la imagen a una sábana fragmentada de piel anciana, o bien, tirones de cobertores arrugados. Lienzos moteados por incontables baches, de coladeras sin tapa.
Dejar impecables estos ríos de circulación, se dice, es una hazaña que ni la cuatrotera transformación bajacaliforniana podrá consumar. Santa resignación y mentadas a las administraciones municipales precedentes.
Desperdicio chino. Llegaron con estirpe fundadora. Se multiplicaron. No el abarrote, ni los antros, es la comida su negocio central. Los hay por todos lados, restaurantes a los que nunca falta clientela.
Tiene su sentido el que la misma receta sea diferente según la mesa en que se siente uno. En cada sentada hay detalles que hacen de los platos servidos abanicos policromos. El festín es el atracón, con la certeza de que algunos empaques irán a la casa aún rebosantes de sabrosuras.
Horas más tarde o al otro día, el destino de lo sobrante es la basura. Si en algo no es eficaz la culinaria china de estos lares, es en su poder de suculento recalentado. Más de una vez lo intenté. Hice algunas consultas al respecto. Es impresionante el desperdicio de estos alimentos en la ciudad.
Sin comida corrida ni pan de dulce. La comida china no es para el diario. Los tacos de carne asada o de guisados varios, los burritos, las tortas o la barra de ensaladas, tampoco. Un foráneo busca, al son de su tierra, restaurantes de comida corrida: bueno, sabroso y barato.
El resultado del escouting, en pocos días de estancia, es que no hay comederos de tan lejana alcurnia. Pero mucho menos existen versiones buenas, accesibles en precio y sabrosas. Vinieron entonces atracones variopintos con cifras escalofriantes en dólares o en pesos mexicanos. El lugar que me salvó en ciertos momentos de la debacle total fue el restaurante El refrán.
Para completar la barrida, no pocas veces aderezada de enfados, el tradicional pan de dulce para el café de las mañanas vino a ser un bien escaso. Tras acuciosa talacha decantadora, el Pan Cachanilla Azteca me dio algunas tandas de alegría.
El Rey de los deportes. Un oasis será el beisbol, me dije cuando supe que, durante esas semanas que me transportarían por tres estaciones del año, cursaría la afamada Liga Mexicana del Pacífico. Tras muchísimos años de no acudir a un estadio, me vi sentado como parte de la fanaticada de las Águilas de Mexicali.
En vueltas de rehilete soplaron los recuerdos entrones a los Diablos Rojos del México, en el Parque Delta del Seguro Social. También a los Tigres capitalinos, aunque con menos asiduidad. Me circundaron los sabores de las botanas, fritangas y refrescos, pues la cerveza era asunto de los mayores en esos años 70 del siglo pasado.
El ambiente reencarnó una noche otoñal con vientos helados de invierno. Un duelo cerrado de pitcheo de las Águilas contra los Algodoneros de Guasave. Un andar las entradas de impecable diamantina en el diamante. Volví a sentir la humanidad del Rey de los deportes.
En la parafernalia alentada por el showman desde la cabina del estadio, ubicado en una de las fronteras de mi perímetro de acción, brotó la voz del inolvidable del payaso Cepillín: aplaudir, aplaudir, todo mundo a aplaudir: fififi fififi fifirififi. Me asomó la duda de si todos los asistentes saben que se trata del desaparecido cómico.
Para mi frío un ron, en tanto que mis vecinos de sillería, tres chavos y una chica, dieron vuelo a las cervezas heladas. Se pararon no sé cuántas veces al baño.
A la séptima entrada, con la ventaja de los Algodoneros, no pude más con el viento helado de otoño. Me dijeron que volveríamos juntos a otro partido, concertado vía Facebook. Por supuesto que no ocurrió.
La ciudad sin luz. El alumbrado público no es proveedor de alegrías. Sea por deficiencias en el diseño urbano, por una tecnología obsoleta o debido a la falta de dinero para lograr una cobertura adecuada, las largas noches de mis temporadas fueron propicias para escenas de terror.
Gracias a la bicicleta que me prestó mi primer casero y, la mayor parte de las semanas al caminar, experimenté la turbiedad que anuncia el asalto, el atropellamiento, el vampirismo. No era cosa de encontrar camuflaje por las aceras acechadas, dije, por los perros, pues además las banquetas son un banquete de amenazas, arenas movedizas, acantilados en el océano de tinieblas de la urbe.
Los milagros ocurren: no terminé convertido en peón de Drácula, tampoco con un pie fracturado y menos fui víctima de un ladrón.
Se me fue el tren. El silencio nocturno de la zona que vine a habitar fue arrullador. Casi insondable, salvo los infaltables canes en guardia. Quedé a unas cuadras de la iglesia del barrio. Rayando el amanecer, de su campanario brotaba el melodioso campaneo propagado a través del megáfono. Lo supletorio tiene sus encantos.
No muy lejos de la que fue una de mis camas se encuentra la estación de los ferrocarriles de carga. En alguna vuelta inesperada vi la dimensión de sus patios. El silbido de las locomotoras son un sello urbano, sobre todo cuando quieres salir de la modorra de la noche o se persigue el sueño en la madrugada.
Los silbidos hacen que la atmósfera se torne por instantes pueblerina. Los pitazos me hicieron recordar mis viajes por tren a Morelia desde la estación de Buenavista, en el entonces Distrito Federal, de la mano de mi familia. La imagen va al lugar común: tantas veces que se me ha ido el tren.
Los pasos de Cruz.
Loros fronterizos. Aunque con cierta cifra resolviera la existencia de los follajes que me circundaron, en ellos los de las distintas palmas prototípicas -tan cinematográficas- en cuestión de aves al vuelo, los loros me arrobaron. Su consistencia, carreteo, urbanidad y escrupulosas parvadas sobrepasan, por mucho, a las otras especies de las porciones del valle habitado.
Batallas departamentales. La tarea central es encontrar dónde vivir, un lugar para habitar en la hamaca de tres estaciones del año 2022. Un departamento, un loft, un estudio, un cuarto. El esmero da pocos frutos antes al arribar a tierra cachanilla. Por ello se extiende la estancia en el motel La Siesta Real, ubicado sobre la avenida Justo Sierra.
Ciertas casualidades me ponen en un bello lugar en la calle de Carpinteros Sur. El anfitrión es quien me facilita la bicicleta para desplazarme a mi punto de labor. El acuerdo es por cuatro semanas, no es posible más tiempo debido a una reserva anticipada a mi arribo.
Nuevamente la búsqueda fracasa y regreso al motel, donde ya me he ganado la amabilidad de sus empleados.
Al caminar por el perímetro fijado, doy con un edificio de departamentos en la calle de Laureles. Hay obras y el lugar luce poco atractivo. La decisión es contra la pared: no hay modo de resistir más días en el motel.
La señora Martha López Téllez, más allá de los 70 años, administradora de los departamentos, pide un mes de depósito para un mes de estancia. No hay de otra. Se firma el convenio, gracias a mi entrañable amiga Juanita Mosqueda, quien firma como aval.
El frío caló como también los numerosos inconvenientes del lugar. Apechugar, se dice. Al fin llegó el día de dejar el minúsculo departamento. Pedí un tratamiento excepcional: devolverme el depósito y no esperar los 45 días de plazo puestos en el convenio de arrendamiento. Un gesto de cordialidad a un ambulante decembrino.
Esa mañana de sábado, la señora no me dio el convenio que dejé en la mesa, con la idea de hacer juntos la revisión protocolaria. En el estacionamiento me hizo entrega, a toda prisa, de 450 dólares, recibo que firmé en voto de confianza.
Imposible aprisionar sus vuelos.
No fui recompensado: me vendió en el acto el dólar a 20 pesos, no a 18, como estaba en las casas de cambio. Se lo hice saber: me devolvía 8 mil y pico de pesos y no 9 mil. A la mala retenía 2500 pesos más, de los cuales restaría el consumo de un mes de luz, a más tardar el 16 de enero (escribo este largo recuento el último día del mes).
La señora López no ha vuelto a dar la cara. Supongo que con mi dinero ha alcanzado un grado mayúsculo de felicidad.
La Rumorosa, el sello. Alguien sabrá si esa maravilla rocosa impacta más de día que de noche, de ida a Mexicali o de vuelta a Tijuana. Si su vocación de set cinematográfico va más allá de su ser extraterrestre.
La conocí una noche rumbo al valle, hace 36 años (1987). Nunca -tenía en ese entonces 27 años- había sentido tan cerca las estrellas. El golpe en seco de la bóveda celeste, la luz lunar bañando las formaciones rocosas. El confabulador de ese inolvidable rito de iniciación fue el profesor Miguel de Anda Jacobsen (1927-2001).
Miguel era el director de Asuntos Culturales de la Secretaría de Educación y Bienestar Social, que encabezaba otro gran amigo, que sigue su vida en Tecate, Ignacio Ortega Becerra. Por las condiciones de la carretera en ese entonces, de una sola vía para cada sentido, amén de la hora, la secuencia de alumbramiento fue circulando con mucho mayor calma que la habitual.
Sello extraterrestre.
Salí de mi comarca citadina un fin de semana para reencontrarme con La Rumorosa rumbo a Tijuana. Al volver y cabildear sobre un nuevo tatuaje para mi brazo izquierdo, opté por esas piedras rupestres, selladas por los signos de admiración e interrogación, mismos que encierran lo que fue tu silueta. Quizá ya no seas tú; a lo mejor es suerte de anunciación.
Epílogo. Intentar poner tierra de por medio. Desterrase como remedio. Ganarle arena al mar de los naufragios. Empolvarse. Reencauzar la brújula. Levar velas para adentrarse en la Laguna Salada con curso al Mar de Cortés con la seguridad de seguir escapando viento en popa.