Es mediodía del viernes 8 de septiembre en Manizales. Llevo poco más de seis días detenido solamente en detalles. Poco a poco me vengo olvidando de ver las amplitudes. Son los últimos minutos del Encuentro Internacional Cultura, Territorio y Gestión. Vine hasta acá por mi entrañable amigo Winston Licona Calpe, incansable gestor cultural que es economista, docente e investigador de la Universidad Nacional de Colombia (Unal).
Estamos en un salón de la Facultad de Arquitectura asentada en la histórica estación de El cable. A la vista una torre, los cables, cierta maquinaria y los vestigios de un medio de transporte de insumos y personas que, entre 1922 y 1967 fue y vino a lo largo de 72 kilómetros entre Manizales (Caldas) y Mariquita (Tolima). Una obra que venció los desafíos de una porción de la topografía colombiana como sirvió de inspiración al célebre Metrocable.
Estoy sentado detrás de Pastora Mira García. Escucho a la gran líder social de Antioquia, una mujer que en su propia historia como víctima del conflicto armado ve por miles de desaparecidos y sus familias. Habla del kit de resiliencia. Abre una pequeña bolsa de yute adornada con flores pintadas a mano.
Al leer una suerte de pergamino, saca primero “Un corazón: me representa y recuerda de qué estoy hecho y que el amor prevalece ante la adversidad”. Luego viene “Una vela: una luz que nos guía y acerca a quienes aún viven en la oscuridad”.
Continúa con “Un mineral (oro): nos recuerda cada mañana que el planeta es nuestro y que debemos cuidarlo y conservarlo”. De la bolsa sale después “Una semilla para la vida: me regala la fortaleza para seguir de nuevo” y termina con “Un hilo rojo: la unión de todos nos hace resilientes y luchadores inalcanzables”.
La pequeña hoja se rubrica con el acrónimo CARE. Se trata del Centro de Acercamiento, Reconciliación y Reparación.
Cuando Pastora se levanta le pido que me obsequie el kit. De su bolso sale además una bolsita de plástico. Contiene un par de pequeñas hojas. Una de ellas, doblada, tiene dibujada una flor morada: representa el “Pensamiento morado”. Leo en su interior: “Solo dejan de existir cuando los hemos olvidado… No a la desaparición forzada”.
El pensamiento es acompañado de una veladorcita morada, de un frasquito con esencia floral y la flor morada hecha de tela, con dos listones. En uno de ellos la fecha 30 de agosto, en la que se conmemora el Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas.
En el otro, también escrito a mano, dice desaparición forzada. En la otra cara del listón que es para prenderse al pecho “No me olvides/Merezco una tumba”.
Entonces le pido a Pastora un abrazo. Es impresionante el calado de su calidez. Casi lloro.
Otras tantas emociones sentí en el taller de Adrián Alonso Arcila. Su ADN es Artesano, Docente y Narrador. Inventó las “Palabras que alivian”, la “Letraspirina” y las granadas que son sacapuntas, entre muchos artefactos que emplea para revertir el significado letal que ostentan.
Nos aplicó, en esos minutos del viernes 8, la dinámica “Des-armar el lenguaje”, algo que nunca había experimentado. Tuve que dibujar mi esqueleto, hacerle rayos X a partir de nueve preguntas, desplegar “Palabroflexia”, pulsar el “ABCDiario”. Escribir en pasado, como víctima de la violencia en busca de reparación.
Son los terrenos de la memoria y la sanación. Se trataba de construir una narración colectiva a partir de lo que cada uno había respondido en las preguntas, colmadas por la elección de un tipo de violencia. En cada página un caso individual; circular tres o cuatro veces las hojas hasta completar un párrafo.
Así quedó el mío: “Mi nombre es Eduardo Cruz Vázquez, mi fortaleza fue el orden, me encantaba comer lasaña y el olor de la lluvia, soñaba con ir a jugar hockey a Europa y viajar a Italia, pero fui víctima de violencia sexual”.
La respuesta fue “Mi nombre es Melisa y quiero invitarte a comer pollo guisado, regalarte un abrazo y decirte que te valoro y respeto”.
Esto y más dio el Encuentro Internacional Cultura, Territorio y Gestión, con el liderazgo de Licona. Un ramillete de los empeños de gestores culturales colombianos, de sus organizaciones civiles, de empresas como la chocolatera Casa Luker, como de algunos gobiernos y comunidades locales.
Ahí están los detalles del territorio donde lo cultural trenza las expectativas del porvenir.
Andares sin telescopio
Dije que hace tiempo que no alcanzo a ver las dimensiones reales de lo que me circunda. No importan las razones. Estoy dominado por una suerte de resistencia a lo enteramente abrazador. Como no veo panorámicas, al recorrer las estrechas avenidas de Manizales advierto un refilón de la plaza de toros. Les digo a mis colegas Diana Gómez y Mario Mejía (que vino de Honduras) que, el domingo 7 de febrero de 1954, Cantinflas estuvo ahí: toreó dos vaquillas.
Vamos rumbo a Chinchiná, nos adentramos en el paisaje cafetero. Intento contar uno por uno los cafetales de la orilla. La carretera es estrecha, orgullosa de su serpenteo. También hay despliegue de guaduas, con la fortaleza de sus culmos que se convierten en cimientos y paredes de muchas casitas que adornan la ruta.
En la plaza de Chinchiná pesco un pedacito de la escultura de una iguana que parece bajar de un frondoso árbol, acaricio el contorno de la que fue, en 2019, la taza de café más grande del mundo y en la Basílica De las Mercedes no encuentro un sacerdote que me confiese.
Nos fuimos para Marsella. En el restaurante Pipaton, doña Piedad se lució con unas canastas de patacón rellenas de pollo y con los frijoles paisas. También presumió la arquitectura patrimonial de la casa de la cultura. La que me capturó fue una chiquilla, de quizá 8 años, tocando el acordeón, cuyos deditos hicieron que mirara mis manos llenas de arrugas.
El remate de la jornada fue en Chipre. El malecón mirador desde donde Manizales y sus horizontes son aptos para quienes gustan de la inmensidad. Ajeno a esos menesteres, desgrané lo realizado por los artistas Luis Alberto Reyes con su escultura Perro y hombre en el mirador de Chipre y Luis Guillermo Vallejo con su conjunto monumental de esculturas a Los colonizadores.
En este rondar mi vida en corto, de una bella manizaleña toqué la uña de su dedo medio izquierdo. Tomar su mano era una faena en grande, lejana ya.