1 Dueño de su contenedor. Reparar en la luz. Acudir a los misterios del sol como a la celada de las nubes. Darle madruguete a la instantánea, el dichoso obsequio que dura unos segundos, como cuando dos cuerpos se trenzan con la brutal fuerza que pocos segundos después sede. Son los minúsculos privilegios del que busca el amanecer.
Es el barco en que algún día me iré. Allá al punto ciego. Con mi contenedor contenido. Lo mío cabe en un rincón. Tripulante en ciernes, esa mañana vi desparramarse en edificios las historias viajeras a bordo. Es el mar de la bahía que me recibe mucho más que las palabras.
2 ¿Dónde estás, mi reina? Ha sido un milagro venir a encontrar el trono extraviado. Como suelo caminar viendo al piso, adivinando las marcas de las aceras (de pronto encuentro racimos de uvas y parejas de delfines) como los mapas de los polvorines de las muchas banquetas ausentes en Ensenada mía, como si alguna ruta fuera a iluminarse, de repente, al levantar la vista, a unos metros de la playa que es hermosa, ahí el sitial.
Llorarle a la reina perdida. Mira nada más a lo que el trono ha llegado. Un abandono tan digno con sus colores deslavados. Cierto, ocurrió en esos tiempos en que obtuve el grado de Rey de los Vasallos, de Orquestador de los Pajes. Vencí la tentación de sentar mis reales, de preguntar el precio a quienes ahora lo poseen. Para qué, ya construiremos otro cuando arribe la sucesora.
3 Ni sirena, ni sirenito. Sabe la audiencia que un barco pirata tiene muelle en el puerto. Ignoro, a tres de meses de estancia, los fantasmas que lo habitan. Otra cosa son los míos que vinieron a encallar justo en la popa, deletreados en el pergamino contenido en la botella transparente, como mandan los auxilios de los que habitan, solitarios, una isla.
Son retazos de una canción que me legó Rigo Tovar: Cuando buceaba por el fondo del océano/Me enamoré de una bellísima sirena/Fuera del mar sin vacilar pedí su mano/Y nos casamos en las playas de caleta/Pasaron más de nueve meses sin novedad/Pero cerquita de los trece enfermó de gravedad.
Tuvimos un sirenito justo al año de casados/Con la cara de angelito pero con la cola de pescado.
Y fueron las risas, una tras otra, de los pescadores. Ni con todos los dólares que ls ofrecí se adentrarían en el mar para ver si, por fin, encontraba mi sirena para, a estas alturas de mi vida, felices, concebir un sirenito. “Ahí tiene las del barco, sólo le faltan un coctel vuelve a la vida y las cervezas”, recomendaron.
4 Tierra firme. Oleajes broncos y riachuelos tras la tormenta. Mis piernas los sortean con el juego del avioncito, con la rayuela ensenadense. Por la Calle Segunda, antes del puente que me llevará hasta la avenida Floresta, algo que parece un cuadro detiene el serpenteo de mi cabeza.
Paro. Tampoco es una placa, ni una incrustación de madera en la pared. El escrito se enmarca en el concreto. El patio luce cierto abandono. Está por caer la noche y no hay luces encendidas en la casa.
Lean, leo, anoto: “EL TRABAJO EMBRUTESE/Y LA VAGANCIA ILUSTRA/del Filósofo Miguel Ortiz/Se lavan dólares a domicilio
Lleno de ansiedad, me puse a googlear. Nada. Volví a la búsqueda con otras combinaciones. Nada. Será cosa de tocar a la puerta, pedir el servicio a domicilio. Para qué.
Al teclear solamente brotó el recuerdo de la única filósofa que un tiempo anidó conmigo.
5 La carne es verbo. ¿Hay todo lo que cabe en la Calle Primera? Un forastero debe mejor callar, en cualquier sentido, la respuesta.
Como corresponde, me detuve tras descubrir la terapéutica oferta. Quien quita y con algunas dosis -bendición de la Responsabilidad Social Empresarial- dejo al fin de evocarte.
6 Paso de la muerte. Cuando iba hacia la playa, en unos cuantos metros de concreto, vi muchos caracoles incrustados en la acera. De distintos tamaños, imaginé lo que podrían sentir en ese brusco extravío. ¿Detenerse para salvarlos?
Como en faena de pisca, tomé los que pude y los lancé hacia los matorrales del lote baldío de donde seguramente salieron. Seguí mis pasos.
De regreso, en el mismo punto, escuché ese ruido terrible de una concha cuando es aplastada. Vi entonces a un señor con su atuendo deportivo reventando, gozosamente con su peso, cuanto caracol le daban alcance sus atléticas pisadas.
No hay sufrimiento menor.
7 Nocturno sonoro. Aquí de las imágenes se encarga cada uno de ustedes. Las mías son a las que un insomne está condenado a pesar de ciertos brebajes. Contabilizo los episodios en este tiempo del forastero: al menos cuatro de siete días en un caso y, en el otro, sin falla de lunes a domingo.
Para el canto persistente no daré los detalles propios de un ornitólogo. Sencillamente esos pájaros cantan, elevan sus letras en el silencio despierto que abraza mi colchón. Sus melodías se han convertido en un bálsamo arrullador que atesoro.
Del otro lado de la hoja en que se convierte la pared que comparto con un departamento vecino, esas cuatro madrugadas, con precisión de orfebre, una pareja proclama el ceremonial de sus pasiones. Debo agradecerles que su paisaje sonoro me ha permitido enlistar, en suerte de sana competencia, los nocturnos de los que fui protagonista.
Al que madruga Dios no lo ayuda, lo orienta.
(Fotografías del autor, tomadas entre febrero y abril de 2024).