Mi querido amigo Eduardo Caccia, articulista de Reforma, experto en códigos culturales, colega en el GRECU, coautor de ¡Es la reforma cultural, Presidente! escuchó la crítica de un alumno. Daba un curso en el marco de un diplomado para emprendedores culturales en Oaxaca. El señalamiento era en contra de Alfredo Harp y su labor por la cultura en el estado.
Mi tocayo le respondió con una pregunta: ¿sin lo que ha hecho Harp por Oaxaca la ciudad y su patrimonio serían lo mismo? El gestor cultural con anhelos empresariales tuvo que matizar y reconocer el empeño del empresario, su esposa Isabel Grañén Porrúa y montones de gente que se han sumado a sus tareas a favor la cultura oaxaqueña.
De estas historias hay muchas en el país. De intervenciones creativas que, sin ellas la cultura mexicana no sería lo potente que es. Lo que venimos experimentando en la escena pública a partir de la entrada en pantalla de la reciente película de Luis Estrada ¡Que viva México! va en este sentido.
¿El cine nacional sería lo mismo sin las distintas producciones de Estrada? No. El director, productor y guionista tiene su lugar ganado. Cuentan para ello los criterios que ha fijado la crítica especializada y quienes se dedican al estudio del fenómeno fílmico mexicano, más el público que ha seguido su trayectoria.
Sus producciones durante la “etapa neoliberal”, como las de toda la cultura mexicana anterior a diciembre de 2018, fueron vistas con códigos políticos de un sistema que, en efecto, ahora se torna diferente.
A este cambio de mirada se suma de manera crucial, mucho más que la llamada 4T, los ajustes de los códigos culturales emanados del cambio tecnológico, de las necesidades sociales y de la pandemia del coronavirus.
El discurso fílmico nacional del siglo XXI así lo señala. No son sólo quienes se fueron a las entrañas de la industria audiovisual, a los cuales, por cierto, el presidente no les ha dedicado la atención que en estos días le dio al filme ¡Que viva México!
El tsunami de acontecimientos como su conversión en contenidos, en unos cuantos años, ha ocasionado un viraje tanto en quienes se dedican a hacer cine y documental para cualquier plataforma como en las audiencias.
El audiovisual mexicano tiene numerosas vertientes, no pocas de ellas de enorme calado crítico antes de la 4T y en tiempos de la cuatroté. Al mandatario le han pasado inadvertidos documentales, largometrajes, series y una cuantiosa producción cultural que, si quisiera, podría dedicarles varias intervenciones en las “mañaneras”.
En este contexto de ebullición creativa como crítica que distintos protagonistas de la cultura nacional sostienen por razones históricas, como hoy en día por coyunturas, la película de Luis Estrada corresponde a la dinámica de un hacedor con el legítimo derecho de hacer lo que guste.
Podrá o no satisfacer lo que se ve en la pantalla, así le irá con chairos y fifís, con los dineros ganados o perdidos, con el conteo de asistentes y con quienes esmeradamente hacen la crítica.
Otra cosa es pronunciarse con el propósito de orientar una conducta social al convertir el derecho cultural del consumo en un sujeto ideológico. Al hacerlo, el presidente López Obrador ha inscrito sus vituperios en la larga lista de modalidades de censura que acumula el Estado en el ámbito cinematográfico.
No era para tanto, presidente. Si para cuando aparezcan estas líneas se animó a ver ¡Que viva México! quizá haya descubierto tan sólo una arista más, muy pequeña, por cierto, de lo que su figura provoca en la cinta. Debería sentirse complacido de que haya cine mexicano de muchas cepas. Y deje que la gente lo valore o rechace con libertad lo que sus creadores producen.