MEXICALI. Durante su encierro en el sanatorio del doctor Falcón, Silvestre Revueltas escribió: “El único consuelo de los solos es hacerse pendejos solos. Yo me hago pendejo escribiendo estos renglones”.
Lejos como cercano a ese sentir, en estos días fronterizos, en soledad, lo leo en Los Revueltas. Biografía de una familia, de su hermana Rosaura Revueltas (FCE, 2021; originalmente publicado en 1980). Me topo con libro heroico, sombrío, tremendamente conmovedor.
Tengo que elegir a los protagonistas de esta nota escrita en un sanatorio que no lo es. Y vaya que en Mexicali hay un amplio abanico clínico. Simplemente es una habitación a la que inunda en otoño el calador invierno.
Me inclino por la sobriedad castigada de Silvestre, tan inspiradora para la mía.
Subrayados de la galería del encierro en busca de la cura al alcoholismo: “Quiero cuando menos dejarles mi más fraternal gratitud: Lupita. Catalina. Y para ti, Hortensia, que me enseñaste a rezar el Ave María, que seguramente jamás rezaré, o rezaré a cualquier mujer que me encuentre, ¿qué te puedo decir o dejar? Sólo mi deseo de estos días de esta soledad, mi deseo de nardo y de callada iglesia, mi deseo envuelto en el Nuevo Testamento, mi deseo de incienso para tus piernas, mi deseo de hombre malo, de pobre hombre malo, que no tiene valor ni de ser bueno ni de ser malo, que casi tiene todos los vicios y todas las virtudes. Modestamente”.
Miro entonces uno de mis brazos, donde me tatuaron la constelación de un abecedario. Una larga palabra ya sin lectura. El resumen de lo que es innombrable.
Sigo entonces a Silvestre: “La soledad está poblada de gentes que aúllan, gritan, gesticulan. Llueve con esa ignominiosa lluvia que no se sabe si son lágrimas o agua”.
También es cierto, Silvestre, que las lágrimas se acaban. Alguien dijo que aun tomando mucha agua no podrán salir más.
Dices que “De todas las pasiones, la más aburrida es la espera. No tiene un poético encanto. Es además una de las más interesadas. Su única virtud es la de la rabia, o diré más bien, la cólera de su aburrimiento”.
La espera. En esos tiempos tuyos, como en estos míos, en vano. “El optimismo es una pasión de engreídos consigo mismos. Pasión de vanidosos o de embusteros. Pasión de flojos o indiferentes”.
Beber o sanar optimistamente. Algunos logran ir más allá de los 40 años que alcanzaste para intentar amarrar la decisión. Soy de ellos, Silvestre. Por goteo. Con discretas amonestaciones del médico.
Porque, como cuentas, “si un médico te ve llorar, como no sabe ni puede consolarte, te pone una inyección” y además “los que no creen ni en Dios ni en los médicos ni en los magos llevan la de perder, porque ésos se mueren cuando les toca”.
Te tocó, me llegará el turno: “No debería haber enfermos sino muertos. La muerte siempre es preferible a la enfermedad. El enfermo es una carga”.
Una loza que ni la música, tan grande como la tuya, pudo evitarte el sanatorio, la precariedad laboral. Tantos años después de tu muerte, escucho tus obras en esta habitación del valle que es mi desierto.
Y leo no con mucha sorpresa: “Los artistas ganaron unos sueldos míseros, ¡pero salieron henchidos y contentos de aplausos! Nadie paró mientes en la vida precaria de cada uno de ellos… ¡Al fin bohemios!… y con eso está dicho todo, y santas pascuas. Pues no.”.
Sabed músicos, recordad a Silvestre Revueltas: “Pero no son los artistas los culpables, digámoslo de una vez. Los que acusan esa culpabilidad nunca han podido concebir que el trabajo de un músico valga más que un sándwich y una botella de cerveza. De este tiempo inmemorial. Casi desde que yo me acuerdo van los músicos por las calles, con sus instrumentos; sonrientes, presurosos -ahora sé que a ver al patrón-, ya sea al de la radio que los esquilma o al de la Orquesta Sinfónica que después de esquimarlos los atormenta con Beethoven, Bach o cualquiera de esos desgraciados que no tuvieron mejor vida que la suya, y además con ejecuciones que hacen estremecer en sus tumbas -y seguramente no de placer- a esos pobres diablos”.
Elegir es renunciar
Las palabras de otros que son nuestras.
Lamento la tragedia de Fermín, otro de los hermanos Revueltas, el pintor, fallecido tan joven. En las cartas de José y Rosaura se condensa una realización, la de una hermandad llena de complejidades.
Pienso en esas cartas tuyas, mías, que no quiero leer. Quizá alguien las lea cuando hayamos muerto. Copio estas líneas de José a Rosaura, con esos ecos que arrojan en este cuarto de hotel, armonías que se expanden hasta los epistolarios que guardo en archiveros de papel y en los propios de la computadora.
“Bien, y aquí está el problema: el tremendo abatimiento. El aspecto negativo que existe en el hecho de que mi trabajo marche radica justamente en que no sabría qué hacer en caso de no ponerme a trabajar; es decir, lo hago como una forma de huida, con una alegría bien nostálgica y melancólica, muy semejante, y valga la comparación romántica, al canto de los pájaros a los que les arrancan los ojos para que no cesen de cantar, cuando lo que hacen después de ciegos ya no es sino llorar; pero claro, las gentes no perciben que aquello es llanto. Aplauden. Se divierten. Dicen que eres buen escritor”.
Venga José, dame inspiración para lo cierto: “Lo que intento es alejar lo más posible ese día, pues uno no sabe lo que pueda ocurrir cuando llegue al convencimiento de la absoluta, definitiva, desesperada inutilidad de todo. Así que procuro, en la forma más refinada, más calculadamente refinada, engañarme a mí mismo de la mejor manera”.
Lo de Rosaura Revueltas, me subraya la cojera que es no haber tenido hermanas. Que en una de ellas encontrara las confesiones mutuas, como la que ella hace a su hermano José: “Este año lo he empezado con una crisis de melancolía y un vago deseo de desaparecer. Pero luego me vuelvo estatua de piedra y siento una indiferencia fría hacia todo. Creo que me podrían pasar las cosas más extraordinarias y no me conmovería. ¿Será porque me siento tan impotente y tan inútil? Pero a poco la quemazón dentro de mí revive y el peso del corazón se vuelve más grande. A veces me pregunto cómo puedo caminar, tan frágil, con tanto peso”.
Apostilla: junto con pegado
Llevo en mi carpeta de imágenes del celular una fotografía. Se trata de la última parte de una entrevista, el 29 de septiembre de 2019, a Fernando Savater, en El País.
La fijo a este almanaque. “Ya es inapelable que voy a acabar mi vida triste, pero no con la tristeza átona y desvaída de cualquier imbécil senil, sino con una tristeza enorme, proactiva, que nace precisamente de la inteligencia y la aniquila en su propio terreno, una tristeza que no ha llegado por un suave declinar físico y el marchitamiento progresivo de las ilusiones, sino con la precipitación atroz de una brusca caída en un mar de amargura sin orillas, en el que debo chapotear con espanto hasta el anegamiento final”.