
Unos meses antes había iniciado mis colaboraciones en la sección cultural de El Nacional. Fue la generosidad de Norberto Asenjo, entonces coeditor con Manuel Blanco, quien me abrió las páginas del periódico bajo la dirección de Mario Ezcurdia, de quien tengo gratos recuerdos por algunas conversaciones en su oficina. Terminaba de arreglarme para salir a clases de inglés, en Coyoacán, cuando en la casa de Villa de Cortés, los candiles de la estancia comenzaron a emitir un ruidero tétrico. Oscilaciones que entraron como golpes al punto de equilibrio, un mareo que por meses no me dejó dormir.
Cada vez que temblaba, mamá era presa de un pánico que, hasta ese amanecer, me parecía exagerado. Lo achacaba al temblor de 1957, cuando en ese entonces vivían en un departamento de la calle de Puebla, a unos pasos de Salamanca. El sismo me tomó al lado de mis padres. Pese a la severidad de la acometida, me arranqué en mi vocho azul hacia el Instituto Anglo Mexicano. Seguí la ruta de costumbre, cruzar al otro lado por avenida Santiago para tomar Calzada de Tlalpan.
A la altura de la estación del Metro Villa de Cortés, en la calle colindante con el predio sede del Circo Atayde, vi mucha gente ante unos edificios que se habían derrumbado. Minutos después reaccioné: ¿y si se trataba del inmueble donde vivían unos amigos? En la medida que escuchaba los primeros reportes en la radio me arrepentí de haber salido de casa. En la escuela no había daños, pero tampoco actividades. Cuando volví a Pedro Santacilia 270 papá había identificado fracturas en uno de los muros, mientras mamá había reunido los fragmentos de figurillas y otros objetos dañados.
Conforme la comunicación telefónica se restauró, entré con contacto con mi amigo Carlos Generoso Martínez. Era subdirector de Análisis en la Dirección de Comunicación de la Secretaría de la Contraloría. Se encargaba, entre otras cosas, de revisar los periódicos extranjeros, los cuales llegaban a la dependencia unos días después de su publicación. Ofreció compartirme copias de las primeras planas, de las crónicas de los corresponsales, de todo lo que fuera llegando.

Le propuse a Manuel Blanco hacer algunas notas retomando la cobertura de esos diarios. La emoción aún permanece: como periodista que iniciaba esas páginas eran exclusivas, la fuente directa, el registro del drama. Luego fui entrevistando algunos expertos para hablar del papel de los medios, como Javier Esteinou de la UAM Xochimilco, e incluso tuve la fortuna, en ese entonces toda una celebridad, de dialogar con José Gutiérrez Vivó. Resuenan sus palabras antes de irme de su oficina: si sabe de algún joven que quiera ser reportero conmigo, pero que esté dispuesto a todo a toda hora, me lo manda. Lo admiraba, pero no iba para periodista de información general. Así que ni me di por aludido como tampoco le llegó recomendado de mi parte.
Las semanas posteriores a la tragedia abonaron en la confirmación de mis empeños. En la obviedad de la carrera elegida, el enorme valor de la información de primera mano. El acudir a fuentes confiables. Lo otro, el empleo del potente género que es la crónica. Ambos recursos los adoptamos a plenitud no solo los periodistas; también la gente. Informar con precisión y contar lo sucedido con el mejor sentido narrativo tuvo un alcance cuyas repercusiones podemos apreciar en estos días de conmemoración de los terremotos. Sin verse así, se dio un gran acontecimiento de periodismo civil, en cuya simiente estaba, en buena medida, la figura del legendario Paco Huerta y su programa de radio Opinión Pública.
Por ello muchos de nosotros podemos en estos días volver a contar vívidamente algo de lo que nos tocó ser parte. Para el entorno familiar, en uno de los edificios que vi esa mañana radicaba Víctor, un entrañable amigo de mi hermano Fernando, ya fallecido, con su hermana Rocío. Él pudo salir ileso, su hermana murió. Me veo con los numerosos vecinos pasando en cadena cubetas con cascajo, sin autoridad alguna presente, ni maquinaria, ni palas, nada que no fuera lo que dominó en tantos puntos del Distrito Federal: manos y manos entregadas a la desesperante tarea de remoción de los restos de lo que fue espacio de vida.
Sí, también: la alarma sísmica enciende mi pánico.
