El desarrollo como la apropiación de la llamada cultura nacional, tiene temas prohibidos. Siendo más suaves, intocables. Lo menos, inalterables por sagrados. Nada fuera de lo normal. Buena parte de las sociedades enaltecen sus legados, más allá de los bandazos del quehacer político, de las guerras.
Los sellos distintivos de los altares de nuestra patria cultural pueden atribuirse a Benito Juárez, como a Porfirio Díaz, a Calles y Obregón. Otros gustan perfilar al nacionalismo revolucionario, con sus mandatarios visionarios, lo cual se encadena con los articuladores del llamado neoliberalismo, tan amantes también de los trofeos que edifican nación.
En la aparente ruptura con ciertas herencias, el tijeretazo del cuatroteismo se ha deshecho de algunos estorbos para edificar sus estandartes culturales. No estamos en un tiempo igual al pasado, nos dicen.
Por ello, fulminar el FONCA, los fideicomisos, numerosos apoyos y programas a la comunidad artística, poner en juego megaproyectos, así como reconversiones de infraestructura tanto como sustituir lecturas de la historia, era indispensable.
Contra viento y marea, en el frondoso árbol de los quehaceres culturales persisten intachables emblemas, las piezas del museo vivo. Estos días nos recuerdan que uno de ellos, de enorme brillo, es el Festival Internacional Cervantino.
Hace poco murió el expresidente Luis Echeverría, a cuyo mando nació la celebración de grandes dimensiones en 1972.
A lo largo de 50 años el Cervantino cruza pantanos y no se mancha. Es expresión de la evolución de las políticas culturales con sus contradicciones, como del sector cultural, de los fenómenos sociales, económicos y de la transformación demográfica.
Se dice que quien dirige los destinos de la fiesta del espíritu alcanza un grado de supremo del privilegio en el servicio público, a la altura del INBAL e incluso próximo a la mayor titularidad del ramo.
Ahí tienen como ejemplo a Héctor Vasconcelos, María Cristina García Cepeda, Lidia Camacho, Jorge Volpi, Sergio Vela y al colombomexicano Ramiro Osorio. Ha habido, cierto, directores de menor talla.
El abismo entre responsables del jolgorio guanajuatense ha sido, en parte, fruto de la pugna entre las supuestas cualidades para conducir la gesta. Para unos jefes el perfil era de creador, para otros asunto de gestores culturales, unos más de experiencia en la grilla y no han faltado la gracia del cuatachismo.
En la refriega del santo de la devoción, ha cabido la eficaz cooperación internacional, la infaltable labor reporteril como la crítica especializada en el variopinto programa de actividades. Bien. El catálogo amasado es inmenso y contrastante.
Así, al santísimo Cervantino le han endilgado de todo en sus entrañas al paso del tiempo. De un muy acotado cónclave de artes escénicas, una esencia y naturaleza perdida para unos, innecesaria ya para otros, ahora se le agregan a su obeso cuerpo lo que bien digiera el respetable público ¡faltaba más, es el gran banquete de la patria!
Ante un ser de estirpe monárquica, con medallero que colma su pecho, solamente la caravana, la rendición a sus pies, que por algo también ha sido su custodio el FBI (el Fabuloso Bar Incendio).
Que siga la venturosa ruta donde no hay que cuestionarle gran cosa, lo que se diga a contracorriente sabemos que las autoridades toman nota y listo. La versatilidad del modelo es tal, que absorbe sin sobresaltos clínicos.
Larga vida al festivalote, expresión genuina del quehacer cultural internacional, de la riqueza de las creaciones nacionales, locales, comunitarias y anexas. Sigan sus frutos a la economía de Guanajuato, que las calles de la capital rebosen de la juventud ansiosa de cultivarse y salivar en el Callejón del Beso.
Un gusto que, como parte de la cuarta transformación, el Festival Internacional Cervantino siga tan campante.