En esas andaba cuando lo vi. En mi librería Educal del Ceart de Ensenada. Quería dar con un tomo no extenso en lo que me llegaban dos libros desde la Ciudad de México, Dinero y escritura, de Olivia Teroba y 1966: el año del nacimiento del rock, de Alberto Blanco. Vaya hallazgo con el que topé para alimentar mis afanes del análisis sectorial: literalmente un librito de Émile Zola (1840-1902) con el bello título de Literatura y dinero (Fondo de Cultura Económica, Colección Popular, serie Ensayo, número 927, 2024) y a ¡45 pesotes! Dichoso subsidio.
No dudo en calificar de sorprendente esta edición por varias razones. Se trata de un ensayo publicado por primera vez en Francia en 1891, dividido en cinco apartados. Según la página legal, se dio a conocer en nuestra lengua por la española Trama Editorial en el pandémico año 2020. Muy amablemente le cedió los derechos al FCE a través de un “acuerdo”. La traducción fue realizada por Gabriela Torregrosa y el prólogo es de Constantino Bértolo, del cual no me ocuparé por ser de factura menor ante el portento ensayístico de Zola. Bien hubiera valido la pena que la presentación al público mexicano corriera por cuenta de alguien con mayores dotes en el binomio economía y cultura.
Sabedores de los afluentes ideológicos de Paco Ignacio Taibo II, supongo que el director del FCE debió celebrar mucho el acuerdo con Trama Editorial. Su quehacer como servidor público ha estado dominado por fijar una orientación totalmente distinta a la que hizo tradición en el fondo desde su creación en 1934. Digamos que la pieza de Zola Literatura y dinero se convierte en un mensaje más para los que lo gusten entender.
Fragmentos sensacionales
Son 57 páginas de una impresionante actualidad. Zola nos alecciona sobre economía creativa, como en torno a los principios del oficio de escritor. Del papel social al modus vivendi de Francia antes y después de la Revolución, Literatura y dinero ataja también al negocio del libro, a las librerías. Y va más allá al combinar, en sus deliberaciones, a los autores teatrales y a las empresas dedicadas al montaje de obras.
La traducción de Gabriela Torregrosa fluye con la vena del polifacético escritor francés: “A menudo escucho estas quejas a mi alrededor: ‘el espíritu literario agoniza’, ‘la literatura está desbordada por el mercantilismo’, ‘el dinero acaba con el talento’ (…) Pues a mí todas esas quejas y acusaciones me crispan”.
Cómo no encantarse ante aseveraciones de múltiples filos, para la época (mucho ojo) en que fue concebido: “El escritor construye frases como el pájaro trina, para su propio disfrute y el de los demás. Si no se le paga al ruiseñor, ¿por qué habría de pagársele a él? Con darle de comer es bastante. Todo mundo parece de acuerdo en que el dinero es una cosa vulgar que resta dignidad al hecho literario; al menos no se sabe de nadie que se haya hecho rico escribiendo, algo poco sorprendente, y los propios escritores hacen gala de su pobreza aceptando vvir de una limosna principesca”.
Al repasar dos siglos del quehacer literario, Zola desliza que “En aquella época son los salones los que moldean el espíritu literario y lo determinan. El libro es caro y tiene poca difusión; el pueblo no lee en absoluto, la burguesía tampoco. (…) El lector apasionado que devora todo lo que ve en los escaparates de los editores sigue siendo excepción”; “(…) y los grandes señores se contentaban con tener a sueldo a un poeta lo mismo que tenían a un cocinero”.
Según Émile Zola, la gran literatura francesa de los siglos XVII y XVIII es el resultado de un pacto “entre los escritores y el grupo selecto para el que escribían”. “Los grandes pagaban y los escritores se inclinaban”.
Hacia la página 36 despunta un analista del negocio editorial. “No hay un solo ejemplo de hombre de talento de entonces que se haya hecho rico por medio de sus obras”. “En cuanto a los novelistas, los poetas y los historiadores, eran víctimas de los libreros”.
Añade que “La obra literaria no puede darle de comer al autor, quien se convierte entonces en una rara avis de la que sólo reyes y los grandes señores pueden permitirse el lujo”.
Sin embargo, advierte Zola, “En medio siglo, el libro, antes un objeto de lujo, se convierte en un objeto de consumo vulgar. Muy caro en el pasado, hoy los bolsillos más modestos pueden hacerse con una pequeña biblioteca”; “(…) el autor se convierte en un obrero como cualquier otro que se gana la vida por medio de su trabajo”.
Para quienes gustan debatir sobre la relación entre los intelectuales y el poder, hay sentencias como “El Estado, ente impersonal, ha sustituido al rey, que parecía socorrer a los hombres de letras con dinero de su propio bolsillo”.
Además “Sólo que entre un escritor que ha conseguido su independencia y cierta dignidad por medio de lo que escribe y un escritor que extiende la mano después de haber vivido despreocupado de su talento y sus deudas, la opinión pública no duda: se deja ablandar por el primero y se muestra severa con el segundo”.
Nos recuerda Zola 133 años después, que “Los reconocimientos no cuestan nada al Estado; es una manera cómoda de contentar a la gente”, pero “(…) lo mejor que puede hacer el gobierno por nosotros es darnos libertad absoluta”.
Ysella el francés de manera descarnada: “Desde el momento en que la opinión ya no la crean unos cuantos grupos de elegidos, cenáculos adoradores de sus dioses particulares, entonces es la masa de los lectores la que juzga y decide el éxito literario”.
Por ello, Zola se adentra en los dominios de la economía: “Sería una estupidez despotricar contra el dinero, que es una fuerza social considerable”.
“Es el dinero, el dinero ganado legítimamente por medio de sus libros, el que ha liberado al escritor de cualquier tipo de protección humillante, el que ha hecho del antiguo malabarista de corte, del antiguo bufón de antecámara, un ciudadano libre, un hombre hecho a sí mismo”.
Ante lo cual a los escritores “El Estado no les debe nada. Soñar con una literatura subvencionada es una deshonra. Luchen, coman pan duro, piquen piedra de día y escriban obras maestras de noche. Piensen que si tienen talento, fuerza, acabarán por lograr fama y riqueza”.
Y deja caer esta piedra preciosa: “El proteccionismo en literatura sólo beneficia a los mediocres”.
Termino este breve recorrido con otro de los numerosos costados que aborda Émile Zola en Literatura y dinero: “El Estado no les debe nada a los jóvenes escritores; no basta con haber escrito unas cuántas páginas para hacerse el mártir si nadie las imprime o pone en escena; el zapatero que hace su primer par de botas no obliga al gobierno a venderlas por él”.
Muchas gracias, Taibo II.
Y no fue lo que pensé
Así es el show de irse con la finta de los títulos en el carnaval de las ofertas libreras. Leí en alguna nota que, una autora para mí desconocida, Olivia Teroba, lanzaba su nuevo libro, Dinero y escritura, a cargo de Sexto Piso.
Encarrerado con lo de Zola, me encontré con un catálogo de 15 textos que, salvo uno que le da título a la obra, nada tenían que ver con asuntos de la economía creativa. Dejaré a otros que se ocupen de caracterizar lo que reunió Teroba en 135 páginas de aliento autobiográfico. Sin duda es conmovedor su relato y pone en relieve, centralmente, el sufrimiento de lo que le ha impuesto -social, familiar, laboralmente- ser una escritora.
Intento ahora establecer una suerte de correlato entre lo que Zola enseña y lo que Teroba plasma. Por ejemplo al inicio en “Cómo surgió este libro”, confieza que “Recibir un pago por escribir me enorgullecía y abrumaba” (…) “Pero sí he pensado, me gustaría, de hecho anhelo que algún día este oficio me permita tener una vida digna, incluso cómoda”.
Originaria de Tlaxcala, Teroba va hilando algunos pareceres que el título de su libro anuncia. “Se dice que el dinero es tiempo o poder, y que tenerlo brinda posibilidades, permite formarse una idea de futuro. Su ausencia nos deja en una espera inquietante, pendientes de lo que viene, con ansias porque la situación mejore. Tener dinero implica poder dejar de pensar en él; no es el caso”.
Otro texto es “En Cuerpo y alma” donde dice: “Soy parte de un cognitariado que presta sus servicios a precios mínimos con tal de mantener cierta libertad de movimiento, es decir, con tal de no trabajar en una oficina y tener tiempo para leer y escribir”.
Añade que “Pienso no solo en mí, sino en tantas personas que nos dedicamos a crear con la costumbre de la precariedad. Pareciera que quienes escribimos en este país no sabemos ganarnos la vida: la vida casi siempre nos gana. Y a veces romantizamos estas dificultades”.
En “Dinero y escritura”, Teroba va a lo más íntimo jugando con ella misma como personaje. “Creando mediante la palabra” este propósito “la ha conducido a buscar retribuciones monetarias en todo tipo de oportunidades que se presenten, con la condición de que estén relacionadas con escribir”.
La escritora que gana un concurso acuña: “Pero el dinero no alcanza, ni tampoco hay garantía de que lo vaya a haber en un futuro próximo”; “Casi podría decirse que el campo cultural se mantiene de la precarización del trabajo de la escritura”. “Escribe, también, desde la deuda”. “La posteridad es una trampa del mercado cultural”.
El siguiente escrito es una “Propuesta para una exposición”, la cual concibe a través de siete puntos. Algunos son “Posturas para escribir”, otro refiere a un “performace a realizar en una sala de un museo”, así como plasmar en una pared 30 términos “que habitualmente se confunden en las discusiones sobre literatura, particularmente en redes sociales” y “La escritura no es negocio, pero eso no es novedad”.
Finalmente menciono el apartado “Personas mirando el cielo”. Olivia Teroba, de 36 años, autora de, entre otros títulos Un lugar seguro, ganadora del Premio de Cuento Edmundo Valadés, viajera y también editora, señala que “las condiciones precarias nos dejan poca o ninguna energía para pensar realidades distintas a las que habitamos; poco a poco, perdemos la capacidad de soñar”.
Así las cosas, usted decide si se le antoja esta combinación de obras.