De las épocas doradas del neoliberalismo, el Conaculta. Un consejo que alcanzó a ser secretaría 27 años después, pero que aterrizó sin brillo. De ese periodo modernista tanto como conservador, también el FONCA, igualmente extinto. Otro caso es el Cenart, que sigue en su inercia salvadora.
Algunas joyas de ese tiempo ido sobreviven como dependencias y programas aún por adquirir la patente cuatroteista o bien, en espera de ser expulsadas del nuevo reino cualquier día de estos.
De los institutos nacionales, dos del acontecer nacionalista revolucionario y uno de la antesala liberal, siguen sus andanzas. Para unos, el INBAL disputa con el IMCINE el primer lugar de deterioro resultado de inercias, desprecios y baños de morenismo para que luzcan al tenor del régimen.
Son organismos emblemáticos, aguantadores, que miran al otro instituto, el de Antropología e Historia (INAH) como el suertudo longevo rejuvenecido. El botox amloista a base de megaobras y disputas históricas, le han puesto en un sitial envidiable.
Dirán que el INAH siempre ha contado con la suerte que, el presidente en turno, le confiere. Cárdenas por ser el creador, López Mateos por el museo nacional de Antropología, López Portillo por sus aficiones amén de los hallazgos. Y con Salinas de Gortari los sensacionales proyectos especiales de arqueología, con todo y un fideicomiso que ya se tumbó.
Quién puede dudar de que el habitante principal de Palacio Nacional se siente a sus anchas con el INAH y su director, Diego Prieto. No es sólo llamar al titular a que dicte los descubrimientos y notifique del estatus de los trámites que, meses atrás, dieron pista al AIFA y van dando vía libre al Tren Maya.
Es de lo mejor o quizá de lo único que el tabasqueño entiende, de ese ya encajuelado concepto neoliberal de política cultural.
Vaya, López Obrador no ha acudido al Complejo Cultural Los Pinos, apenas se ha asomado a Chapultepec, no va a espectáculos centrales de Bellas Artes, no acude a estrenos de películas, no promueve el hábito de la lectura o la asistencia a bibliotecas, no disfruta el Cervantino, etc.
No sólo por normas que Diego Prieto le habrá dicho al mandatario que sería escandaloso burlar o por un instinto básico de preservación del legado prehispánico, incluso sobre el patrimonio natural, el INAH es receptor de atenciones oficiales a la vez de muchos millones de pesos para desplegar su labor.
Es la voluntad presidencial atada a su inspiración histórica, la más genuina sobre todo lo demás que implica el sector cultural.
Dicen que ser director de alguno de los tres institutos nacionales es adquirir un brillo por el abolengo de los organismos que presiden. Un cetro que no pocas veces les ocasiona disputas con los titulares del ramo.
Es así como Diego Prieto, habida cuenta además de su cercanía con López Obrador -recordemos su tempranera visita a la casa de campaña siendo funcionario del sexenio anterior- ha adquirido un tono transexenal, ya saben para qué.
No me digan que hay otro dirigente de la cartera cultural al que se le vea mejor en sus responsabilidades.
Independientemente de que, para dar autorizaciones a las megaobras, termine plegándose a su jefe, tengo la seguridad de que con lo que tiene el INAH incrementó como nunca sus afanes.
No soslayo lo irresuelto, como los conflictos laborales, la desatención a otros patrimonios y la inconclusa labor que viene de los sismos de 2017, a lo que algo más se suma con los temblores recientes.
Lo mismo con Claudia Sheinbaum, a propósito de La joven de Amajac, que con Marcelo Ebrard en el rescate de piezas en casas de subasta. Las cuestiones vinculadas a las afrentas históricas, al reclamo reparatorio tanto como en el abanico patrimonial, el INAH no extraña las épocas neoliberales, ni las del nacionalismo revolucionario.
Revitalizado en la cuarta transformación, llegará a los cien años tan campante.