MEXICALI. No deja de ser mágico evocar a un entrañable amigo desde un punto fronterizo. Me ha dicho que le fascinan las fronteras por el desafío que imponen: son territorio de las notables diferencias, los medios de contraste, la escuela para comprender al otro. Son integración de la diversidad no exenta de conflictos y puntos irreconciliables, cierto, no pocas veces con resultados trágicos.
Es así como vienen los recuerdos en suerte de lienzo, una pintura inacabada de un magnífico personaje. Cuando Gerardo Estrada, como director general de Asuntos Culturales de la cancillería al mando de Jorge G. Castañeda, hacia abril de 2001 me dijo “te proponemos irte como agregado cultural a Colombia y el embajador se llama Luis Ortiz Monasterio”, no imaginé la suerte que correría.
Algo sabía de Bogotá, pues en 1993 me tocó, como director de Prensa y Difusión del Conaculta, con Rafael Tovar y Javier González Rubio, organizar las tareas de comunicación de la primera presencia de México en la Feria Internacional del Libro. Días de cuya intensidad rescaté una ciudad verde, airosa, fresca, acogedora como su gente, rebosante de códigos culturales.
Llegué a Bogotá hacia finales de junio de 2001, un fin de semana feriado. Aún conservo el impacto que me causó la ciclovía en ese domingo primerizo en mi segunda adscripción como agregado cultural. La experiencia de Chile era ya lejana como contrastante, ocurrida entre 1996 y 1997.
Recibí ayuda para que mi lugar de trabajo en la embajada quedara cerca del apartahotel. Un colega del servicio exterior me llevó a la sede diplomática. Tras unos minutos de espera, pasé a la sala de juntas, donde mis nuevos compañeros y el embajador Luis Ortiz Monasterio me dieron la bienvenida.
El señor embajador me impactó por su afabilidad inmediata. Dio el santo y la seña de mi trayectoria profesional, de las tareas encomendadas en lo que era el primer régimen de un Presidente de la República de la oposición, del proyecto de diplomacia cultural de Castañeda y Estrada, del papel de un agregado cultural en una nación cercana a la nuestra y con serios conflictos encima.
Jamás olvidaré la primera señal de quien comprendía, sin necesidad de pasarme por la báscula, ni mucho menos de leerme la cartilla del buen comportamiento de un diplomático, que era ante todo un periodista. Nuestra primera cita protocolaria fue en la dirección de la revista Cambio. Así de contundente sin haber leído una sola nota mía.
De ese emocionante inicio a este jueves 3 de noviembre en que le rendimos homenaje por su vida y obra, han pasado 21 años. Un suspiro al fin, como se dice en los instantes en que se rememoran lapsos indescriptibles.
Todo un trayecto en el que, del excelentísimo señor embajador, pasé al cercano amigo y cómplice Luis. Un hombre cuya esposa, Lupita, la gran Guadalupe Padilla, también nos abrió todo el cariño como el afán confabulador en el quehacer cultural. Ella es una gestora cultural a toda prueba.
Después de esos cuatro años en que estuve bajo el mando de Luis, he lamentado mucho no haber podido tenerlo como jefe en otra oficina. Sin duda la mejor autoridad superior es la que dicta normas básicas y deja que uno haga de las suyas.
La premisa fundamental que recibí del embajador fue “Cruz, solamente no se meta en problemas”. De ahí para adelante no hubo un solo desacuerdo en el trabajo o en alguna actividad que, al no contar con su autorización, el excelentísimo Luis tuviera que llamarme la atención.
Eso se llama libertad y también confianza. Son dos valores insustituibles en cualquier episodio del vivir, como cuando se tienen responsabilidades públicas. Por ello Luis Ángel fue un extraordinario compañero de compromisos diplomáticos tanto como de aventuras binacionales.
Es muy larga la lista de esos capítulos bajo el techo colombiano. Después de estas dos décadas coincidimos en que el espectáculo operístico que diseñamos, a partir de la obra del ya fallecido Daniel Catán, para la presencia de México en Leticia, la capital del Departamento del Amazonas macondiano, nos sigue arrebatando el alma.
Luis es un diplomático todo terreno, pero en mis fueros, es ante todo un enorme diplomático cultural. Por eso pedimos la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes para honrarle.
A lo largo de nuestro tiempo compartido, una y otra vez le he insistido a Luis sobre la urgencia de plasmar su privilegiado catálogo de vivencias en un libro. Un arsenal que esperamos pronto podamos leer en esa condensación básica llamada memorias.
Muchas felicidades por tus 80 años, querido Luis Ángel Ortiz Monasterio Castellanos. Haces honor a tu estirpe y cada día que pasa tu legado se acrecienta.
No seré tu mejor pupilo, ni el más destacado de tus muchos seguidores, ni el que más evidencia la huella de tu pensamiento en los trazos de una vida. Pero eso sí soy dueño de la eterna certeza de que esos años en Colombia han sido de lo mejor de mi vida, que lo fueron gracias a ti.
Seguiremos juntos hasta el último día de nuestras vidas. Abrazo entrañable.