
El señor abre la puerta de la casa. Lo veo venir. Entrada triunfal: clavada en uno de los brazos, la bolsa repleta de pan de dulce. Sin falta, por años, en punto de las 7 de la noche, de lunes a viernes, tras dejar su despacho de abogado en la calle de Palma, en el Centro Histórico, el ritual era adentrarse en la panadería La Vasconia.
Esa estampa de mi padre es la que alimenta mi fascinación, que es un noble vicio, por el pan de dulce. A estas alturas no dejo de valorar la proeza de subirse al Metro, recién estrenado, en el Zócalo, para bajarse en la estación Villa de Cortés, caminar cinco cuadras y poner en la mesa los panes, a los que él nos enseñó a hacer los honores tanto en el desayuno como en la cena.
Tantas veces su cómplice en los santuarios panaderos. En La Vasconia, al acompañarlo a su despacho, en ese edificio que ahí permanece, en el cual me hice de mis primeros trajes a la medida, ya licenciado, con sus sastres de tantos años.
Juntos en otras panaderías de nuestro rumbo, a la luz de ciertas temporadas. Una de ellas, en la esquina de Calzada de Tlalpan, la México. Cómo olvidar los cristales coloridos en los días de muertos, esa manera de atraer a la clientela, el arte de dibujar el disfrute. Los olores de los hornos llegaban muchos metros a la redonda. La telera y el bolillo, gozaron de amplia reputación por lustros.
Ahí pude aprender, más allá de mis 10 años, el oficio de hacer el recorrido, en el mayor estricto sentido, por los pasillos de las panificadoras. Del cabo al rabo y no del rabo al cabo. Admiraba la agilidad de las empleadas para contar no sólo piezas, también para llevar las sumas. Y esa rapidez para abrir la bolsa de papel de estraza, echar los panes según la consistencia, un acomodo que aún es magia en el recuerdo, para dejar hasta el borde los panes más delicados.
La panadería México tuvo su ocaso y enfilamos hacia la Venecia, cerca de Plutarco Elías Calles. El goce impuso tomar el auto, aunque gran caminador don Manuel Humberto, la distancia era mayor. Más pequeña, su fama persiste hoy en día, sobre todo en los bisquets y los tacos de piña. Con mi padre elaboramos la tesis de un romance entre el dueño y una de sus bellas empleadas.

Mamá no se quedó atrás en el catálogo de las costumbres paneras. Tantas veces fuimos también a la dichosa compra, sobre todo en distintas panaderías de Cuernavaca, en esos años maravillosos de ser dueños de una casa para los fines de semana.
Ella fue la protagonista de la más grande tragedia que pude vivir en pos de una ansiado pan de dulce. Para mis hermanos, sencillamente un, por siempre, recordable berrinche. Hasta estas fechas, la frase persiste, no sin sentir bochorno cuando la lanzan entre risas.
Ante la negativa de mi madre por cierta pieza, solté: “Nunca he tenido un pan en la boca”.
Tal evento histórico ocurrió en la panadería La Luna, la que existió en un tramo de la Calzada de Tlalpan, cuando aún no se habilitada el viaducto para acceder a las carreteras a Cuernavaca, las que seguimos llamando “la vieja” y a la otra, “la nueva”.
Ahora que te veo, Jacqueline, Lin, en tu panadería, que es la mía, La hogaza, el recuento de lo que han sido para mí zonas sagradas del vivir, resurgió con enorme vitalidad.
Los lugares vienen en carrusel que lanzan luces que te alumbran: la Elizondo, punto ineludible en Diagonal de San Antonio, al regreso de la visita familiar en Ciudad Satélite. En ese lugar descubrí, además, que las panaderías podían combinar bocadillos salados, infinidad de pasteles y un abundante más allá de bolillos y teleras.
También que, al otro lado del pasillo, se podían adquirir quesos, jamones, leche, latas de muchos colores y sabores, vinos, dulces, botanas, detergentes.

Hubo una etapa en la que, el punto y aparte en la sana costumbre familiar, fue comprar el pan de dulce en El globo. Wui wui wui. La leyenda no dejaba dudas: lo mejor de la repostería francesa en el Distrito Federal. Un lujo de fin de semana. Esas charolas repletas de pequeños panqués o de pastitas, las donas, la enorme variedad de pastelillos así como de gelatinas, en fin.
Ya sabemos quiénes y cómo echaron a perder tan fina tradición.
Otros momentos se ligan al exclusivísimo acervo de los paneros en los cafés de chinos; los sabores eran ahí y sólo ahí, en el Centro Histórico y en otros puntos circunvecinos, a lo que se sumó la aparición de Bisquets Obregón, en esa avenida de la colonia Roma. Vaya gentío en las consabidas horas. Esa vuelta también era una dispensa de fines de semana cuando visitábamos a las tías en la casona de la calle de Sinaloa.
El carrusel que te alumbra: tantas y más panaderías de barrio, ya desaparecidas, a las que de pronto uno paraba en el andar de los compromisos en la ciudad capital. Otras persisten aunque dejen mucho qué desear (se vale la polémica entre catadores) como La Esperanza, El Bollo, La Suiza, La Ideal y El Molino (su pasteleríaaaaaa).
No me preguntes algo que conoces a la perfección. El negocio sufrió su quiebre y transformación hacia lo hoy celebrado como factura artesanal y gourmet. El grado de sofisticación ha hecho del pan de dulce un bien inalcanzable para quienes se nutrieron del mismo desde múltiples expendios, calidades y costos accesibles.
Se abrió una ruta a la que asistimos, sí, gustosos. Sólo en la memoria, en virtud de que no hay cementerio de panaderías, lo que fueron esos espacios de muchas dulces infancias, como la mía.
Sí: con los mismos pies que iba a La Vasconia, de la mano de mi padre, en estos años camino a La hogaza, donde te descubrí haciendo panes y pasteles.
Sabes ahora lo que me alumbras cada día en la mesa.