La culpa fue de Aeroméxico

De la arqueología aeronáutica. (Imagen, cortesía del autor).

 

Mi padre, una y otra vez la burra al trigo: ¿para qué guardas tantas cosas? Me he sostenido en los años y ahora que no estás, papá, va para muestra otro botón. En una cajita redescubro mi primer tarjeta de cliente distinguido de Aeroméxico, con vigencia al año 89. Pum: reacción en cadena.

Hasta los 19 años supe de un vuelo en avión, justamente por Aeroméxico. A Houston con la tía Tony y el tío Juan, ellos con pocos años de casados a sus más de 60 años. Un viaje para celebrar que no hubiera muerto en un choque en la autopista al regresar de pasar el día en Cuernavaca, una tarde de ese año 80, frente al monumento a Morelos. Cierto: se dio el milagro y aquí sigo contándola.

Muy emocionado, ya en los aires, pedí permiso a la azafata para entrar a la cabina de los pilotos. Vaya escenita. Me cae que no se me olvida el Capitán, de un enorme parecido con el actor Charles Bronson, con esos lentes Ray Ban de pinche envidia, que bien tuve después y mandé al carajo por miope. En alguna otra caja deben andar las muchas fotografías que les tomé a los pilotos, al conmovedor paisaje. El impacto permanece: jamás he vuelto a poner un pie en un lugar de esos.

Ya entonces los mitos alrededor de las sobrecargos eran profundamente sexuales, con numerosas expresiones sobre todo en el cine. Las fantasías, por ejemplo, en cierta película de la holandesa Sylvia Kristel, una maravilla, nos alimentaron a numerosos viajeros a intentar tal locura. No pocos nos hemos quedado con las ganas de meternos en uno de los minúsculos baños a hacerlo con la musa del caso; poco imaginativos aún en el siglo XXI, no hemos podido descifrar las claves para el alucinante encerrón.

Sucede que a partir del año 86 inicié el segundo de un montón de viajes en avión, debido a mi trabajo en el Programa Cultural de las Fronteras. Guardo todavía, padre mío, la bitácora de aquellas jornadas (ahí el botón).

 

Muchos amores caben en un avión. (Imagen tomada de jetphotos.com).

 

El país resentía las sacudidas de la crisis económica y Aeroméxico era una muy mala aerolínea. Ya se recordarán de las larguísimas esperas, de los retrasos de horas en las distintas rutas, del pésimo servicio, de ciertos aviones, los DC8, con cuatro turbinas, que uno nada más de verlos en su deterioro, daba miedo abordarlos, aunque eran muy bonitos.

En uno de tantos viajes, con ruta a Tijuana, lo juro por por los dioses, salimos 8 horas después del horario fijado (de la mañana a la tarde). Como éramos fumadores, en cada salida y regreso, a las últimas filas íbamos a dar para echar humo a lo lindo. Ir a la frontera requería de varias horas, sigue siendo bien lejos en los destinos nacionales.

Lo siento: tampoco la atención de las sobrecargos era de alta reputación, aunque su belleza sí, más allá de las excepciones que no confirmaban la generalización.

Entonces, de pronto, montados en esa masa metálica cascabelera, beber también era cuestión de método. Esa tarde corrieron los rones y otros tragos, como cortesía con los atarantados pasajeros. Las bebidas se ofrecían en esas hermosas botellitas, cuyo sonido al abrirlas aún hacen tronar la rosca en la memoria.

Entré en alegre plática con una de las azafatas, pegados en el rincón, en donde se empotran los carritos de los alimentos, tan malos por cierto (¿recuerdan los infames chilaquiles?).

 

En el nombre del vicio en las alturas. (Imagen tomada de todocoleccion.net).

 

De estatura como la mía, de piel blanca, delgadísima, ojitos verdes, senos chiquitos, cabello rubio lacio, muy arregladita, con porte telenovelesco, con un uniforme sin arrugas, con una voz de narradora escénica, sus movimientos eran de una maestra de yoga o algo así. (Ya imaginarán cuando, antes de subir a los cielos, sus brazos dieron las indicaciones en caso de emergencia. Seguro un tal Alfonso Cuarón se inspiró en ella).

Quizá de unos 35 años de edad, es decir, bastante mayor que yo. Caray: ese estilito que tanto me persigue.

Valieron gorro las rutinas que debía hacer a lo largo del pasillo, sus compañeras fueron comprensivas, bonitas cómplices (se saben cobrar facturas). Entradazos en la charla, eso sí, siguió surtiendo de botellitas al respetable que se apersonaba hasta atrás, cual guía de sesiones de maridaje. Andar en los aires hizo que su manejo corporal se tornaran más que seductor, como si fuera musa de alguna novela erótica francesa o española.

En eso de la frontera más intensa del planeta, como es Tijuana, se centró la conversa. Le dimos cuerda a lo que podría ser de nosotros al estar en esa tierra prometida.

Idealizamos un paseo por la famosa avenida Revolución, con varias entradas a sus bares, con sitial de lujo en el célebre restaurante Caesar’s; ir a Calafia a acompasar el mar Pacífico, comer langosta en Puerto Nuevo, apostar en las carreras de galgos, aplaudir el zoológico de Hank, también un vinito del Valle de Guadalupe que iniciaba su ebullición, otros tragos en el bar Hussong’s de Ensenada, una ida al Hotel Coronado en San Diego, deambular por el parque Balboa, admirar los portaviones gringos.

 

Asuntos de Palacio en los años 80 del siglo XX. (Imagen tomada de todocoleccion.net).

 

Bueno, ya avanzados, acompañarle en uno de sus vuelos a Londres para pasarla cerca de la Reina Isabel que no canta rancheras, ni sabía que llegaría la diáspora mexicana con fines de asilo.

-Tiene que irse a su asiento Cruz Vázquez (con doble zeta), no se haga pato. No vamos ni a Oaxaca, ni a Atlixco, ni a Chapala, ni a Chimalistac, ni a Mérida, ni a San Cristóbal de Las Casas. Ya vamos a aterrizar en el rancho de la tía Juana.

La fama de la familia aviadora en esas lejanas rutas, incluye quedarse una noche en la ciudad de destino, estancia de sucesos misteriosos. Y vaya que en una pernocta pueden ocurrir situaciones que luego se convierten en quehaceres de años, muy a pesar de ciertas disposiciones a la hora de encamarse a la primera provocación (como dicen los que saben de esos manejos).

Allá vamos, pues, Regina, se llamaba. Con su nombre y el del hotel donde se hospedaría, desembarcamos en el aeropuerto, que no dejaba de parecerme una terminal de autobuses, vaya gentío. A pesar de las dos horas menos de diferencia horaria, todo lo ocurrido en las últimas 11 horas y pico parecía un sueño fantástico, como el de la Malinche en Coyoacán.

Me tocó hospedaje en el Hotel Palacio Azteca, de una singularidad letal, entre la arquitectura y la gente del servicio, sobre todo las meseras del bar. Las tripulaciones de Aeroméxico se quedaban en el Radisson, ya muy fifís entonces.

¡Ave María, esos vuelos que se alcanzan! Eso sí, ni los ángeles me salvaron de su reclamo por invitarle un vino tinto artesanal de la región, que resultó un brebaje intragable.

 

Anotaciones de un pasado. (Imagen proporcionada por el autor).

 

Como se comprenderá fácilmente, llegada cierta hora de la madrugada, ella se preparó para el siguiente vuelo, al fin experta en aterrizajes y despegues, mientras que por mi parte decidí deambular por el bordo, en esa mágica y caliente línea divisoria que es el límite entre dos percepciones de la realidad, la de allá y la de acá, donde rondé en espera de ver a la famosa “mosca” en el cielo nocturno (el helicóptero que cazaba indocumentados).

Así es, querido padre: en esos años había vendedores de bolsas de plástico para proteger los zapatos y hasta las rodillas de los indocumentados, quienes tenían que cruzar un riachuelo.

Seguro de echar a correr de vuelta a territorio nacional en el caso de que un agente de la migra me cachara, decidí quedarme unos minutos justo en donde no se es ni de allá ni de acá. Cosa de recuperar las horas, que experimenté como años, en medio de una feroz cruda.

Como ves, papá, antes como ahora a cada quien sus vuelos.

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