Fue en Le Club

El disyóquey como concertador. (Imagen tomada de elsoldepuebla.com.mx).

 

El pago era con la barra libre. No creo que una admiración a la entonces URSS me llevara a elegir como la bebida de contraprestación a mis afanes colaboracionistas de disyóquey el Ruso Negro: vodka (en ese entonces Smirnoff, el Wyborowa era todo un lujo) con Café Kahlúa.

Cuando recuerdo la cantidad tomada, advierto que de milagro no adquirí una fenomenal gastritis. Entonces, podía servirme Ruso Negro cuando concluía mi labor, de una hora y media ante las dos hermosas, bellísimas tornamesas; ante el impresionante mezclador, los ojos puestos en el cerebro del equipo de sonido como en el ecualizador. Los oídos envueltos en los audífonos para no dejar escapar las delicadezas del sonido.

La mirada alternando con la hilera discos, el acervo siempre actualizado de música DKT, de rock y con elepés de canciones mexicanas que eran claves para hacer rabiar de júbilo a los bailadores cuando por copas consumidas se hallaban en el delirio.

Ese tiempo mío sigue siendo un episodio central de mi melomanía. Una exigencia de aprendizaje y destreza pocas veces vivida. En el nodo, no sólo conocer al dedillo el catálogo de músicas; ante todo aprender, cual partitura, cada track. Descifrar en los surcos de cada acetato, los movimientos de cada pieza. Preparar el ascenso de la rola, combinarla en el instante mágico en el que, al sobreponerle con la que arranca su curso se empodera virtuosamente gracias al desliz de los botones de la mezcladora, y así lograr con la mayor perfección la transición a ese otro movimiento de la música discotequera.

Así lo sentía: la conquista de un concertador. No lograr la combinación estéticamente correcta, la fluidez justa para las emociones, como para la cadencia de los cuerpos, era el fracaso propio de un conjunto desafinado, de un grupo de músicos sin mística, sin pasión, de un conductor displicente ante la partitura, ante los atrilistas. De esas bochornosas situaciones que pasé, mejor ni agregar la amargura.

De lo que bien salió ¡ah jijos! Inolvidable. Ahí los jurados: los danzantes pletóricos de energía.

El director titular del festín llegaba entrada la medianoche para cubrir las demás horas y exigencias del respetable público.

Y yo, hasta el amanecer, bebiendo Ruso Negro, sin bailar, ni ligue; en escucha, aprendizaje y alucinaciones de gran podio. Quería ser como él y además desbancarlo.

En esos meses de 1979 claro que no lo logré. Eso sí, mucha música y bebida. A veces hasta el vómito. Recuerdo a mi madre, en esa fantástica casa del condominio Los Zanates, en Cuernavaca, con su reprimenda por andar de parranda tan bebedora.

En Le Club, la disco ubicada en el centro comercial Las Plazas, así es, en el mero centro de la ciudad de la eterna primavera, tuve un paraíso que, al ver a esa jovencita frente a su equipo de DJ en este bar de San Cristóbal de Las Casas, al observar sus cadencias en cada mezcla, regresa con la potencia que solo la música puede dar.

 

Vista al Centro Las Plazas, en el centro de Cuernavaca, donde se ubicó a finales de los años 70 la discoteca Le Club. (Imagen tomada de exploramorelos.com).

 

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