De las músicas que no son cosa suya

Y en el origen, la consola. (Imagen proporcionada por el autor).

 

Me veo tirado debajo de la consola que se encuentra en la sala. Mi hermano Miguelito dice que el grupo se llama Las puertas. Hace calor. De reojo advierto la ventana que alumbra el sol, me alcanzan los ecos del mercado de San Juan. Estamos en Morelia, en la casa de los compadres.

Las carcajadas de los adultos se disuelven mientras más me acerco a la bocina de uno de los extremos. Ajusta mi cuerpo del cabo al rabo en el mueble donde caben las bocinas, el tocadiscos, la radio y varios de esos cartones con muchas imágenes, tan bonitos, de tan peculiar consistencia.

De una de esas piezas negras que gira y gira nace un arrebato por la música. Estoy sorprendido de que en ese objeto llamado disco, sin más santo o seña de cómo diablos se meten ahí los ejecutantes, de qué dice el que canta en un idioma que no sé, quepan tantas emociones desconocidas.

Lo cuento con la seguridad de no haberlo hecho antes y por lo mismo, ese instante fundacional de una devoción pasó inadvertido para mis padres, como también para los de Miguelito, para él y los demás reunidos en esa ocasión.

De los balbuceos melómanos, con alrededor de 10 años de edad, sin mayor guía que la curiosidad por lo que se escuchaba y disponía en casa, supo la consola familiar. Un día decidí que bien podría ser la batería del pegador tema de la serie que recién se había estrenado en televisión, Hawaii 5-0.

Las baquetas fueron dos reglas de madera de 30 centímetros y zúmbale… Las marcas del golpeteo quedaron como testimonio del baterista que nunca fui, hasta el día en que la consola, inservible y olvidada, se la llevó el camión de la basura.

Así es, he de sumergirme en estos senderos de las polipartituras justo cuando se ha ido con sus cuerdas a otra parte. Es el recobrar parcelas como si fueran diapositivas que alumbro con lo que hay de luz en el cielo.

Son las músicas que cuentan que no la cuentan, bajo el embrujo que dicta que nunca las contó aunque pareciera que las contaba.

 

Función con cortes

En esta diapositiva las hermanas Vázquez Romero. Guitarra y mujer, vengan todos los boleros. Edúquese, niño, escuche, qué más necesita para que aprenda, le llegarán las palmeras y las muchachas, ahí su nutriente sufridora de bolerista.

Mesero, sírvanme otra limonada por favor, en lo que el trío entona una y otra en estos portales del Puerto de Veracruz, a los que no he dejado de volver para renovar cada melodía y rendirle culto, hasta mi último paso, a las tardes de bohemia.

Para tan sólido aprendizaje, por supuesto un disco. Luz María, mi madre, tomó la iniciativa. Un acto excepcional, audaz, seductor: ir a un estudio de grabación con un amigo guitarrista e imprimir por ambos lados en un acetato de 78 RPM, su cantar de Aquellos ojos verdes.

 

Sobrevive a pesar de los pesares, vueltas y revueltas de la familia Cruz Vázquez. Escucha la interpretación a Aquellos ojos verdes, de Luz María Vázquez. (Audio proporcionado por Carlos Ricardo Cruz Vázquez).

 

Por eso reitero: edúquese, niño.

Si aquel disco fue un talismán, la meca del purgatorio amoroso radicó en la bellísima casa de la tía Marica, en el barrio de Santa María, en los altos de Morelia.

En la diapositiva veo una sala dispuesta cual oratorio que, a la vez, era una tarima para ponerse al pie de la horca. Vaya colección de discos. Docenas. Por igual de baladas y boleros como de música clásica y ópera. Impecable consola, aguja perfecta, sonido exacto.

Con Agustín, el malogrado esposo de mi prima Lolita, pasamos unas horas inmersos en mi angustia. Con enorme paciencia fue, una tras otra canción, ordenando el enamoramiento que convierte al amante en el ser que llega a habitar al fondo del océano, donde milagrosamente se filtran rayos solares con la exactitud única del sitio que les corresponde.

Extraer episodios de las cajitas de diapositivas, esas mitad amarillas, mitad transparentes, ellas tan monas que se apilaban en casa, es jugar a la ruleta. Introducirlas en el carrusel del proyector o en el visor, una vez que cualquier luz, tan facilona ella tantas veces, permite la elección, requiere precisión.

 

Asunto generacional: del acetato nacimos, en lo digital andamos. (Imagen tomada de redbull.com).

 

A la vista el rock and roll de dos de los hermanos mayores, Jorge y Fernando René, con todo y cabellos largos, más los añadidos que uno tarda en comprender que ellos hacen para pasarla de lo lindo.

En ese acontecimiento importa la agitación de los compases, la seducción de las ropas, la vertiginosidad de los cuerpos. Y las piernas de las muchachas tan a la vista por las mini faldas. Se canta, se baila, se pegan unas con otros, corren las bebidas, los cigarros.

Uno asiste a otro teatro del caudal de las músicas. Luego entonces, al rememorar hago el rescate: tiene que ver cuando la edad indica, como rayo, que es mejor el rock and roll tranquilito, sobre todo cuando a uno no gusta de bailar, así que a frotarse se ha dicho ¿verdad?

Curiosidades de los mayores: ponerle a uno a armar su audiovisual sin que se den cuenta.

Lo digo también por primogénito de los Cruz Vázquez, Manuel Humberto. Se trata de un afiebrado melómano que combinó desde temprana edad sus anhelos pianísticos con una cuantiosa colección de discos de intenso repertorio sinfónico, operístico y de solistas donde el piano manda, con la figura inconfundible de Claudio Arrau.

En un momento dado, Humberto decidió llevar sus oficios más delicados a la abogacía, sin descuidar su pasión que supo extender a sus hijas Tita y Luz Aurora.

De ese menester abrevé silenciosamente, como del cantar de su esposa Blanca: callar, escuchar, descubrir, sentir, conmoverse. Pasarían muchos años antes de que nos mostráramos en estas dimensiones.

Como en tantos asuntos de la vida, fui tardío en acudir por primera vez a una sala de conciertos: hacia 1981 me apoderé de la imponente Nezahualcóyotl, en el entonces muy joven Centro Cultural Universitario.

Poco a poco las salas de concierto poblaron mis jornadas. Como parroquiano he llegado al grado de tener un asiento predilecto en la Neza, del cual raras veces me separo.

Asumí que escuchar una orquesta era tantear los dominios de dios.

Para esos momentos de mi juventud universitaria, otro medio de contraste se puso en justa dimensión.

 

Torero y músico, bohemio, Fernando René Cruz Vázquez falleció en 2015, a las edad de 64 años. (Imagen cortesía de su viuda, Mariana Rocha).

 

Cácaro, ya suelta la chela

En esta diapositiva, a plenitud, el hermano Fernando. La imagen sigue siendo referencial: el hombre alto con su trompeta, delgado, barbudo, con greñero, de ojos claros mientras los demás de la prole los teníamos tirando a oscuros, por su raíz Vázquez.

El muchacho irreverente, el aspirante a torero y el trompetista de jazz que un buen día se fue a torear y otro se arrancó a Cozumel, para tocar con una banda.

El jovenazo que ciertas noches se encerraba en uno de los cuartos del patio de la casa a poner discos, a echar palomazos jazzeros con sus carnales, a beber rones, a fumar mota, a controvertir ideas.

Fue él quien me enseñó esos paraísos musicales sin hacerle de maestro, como por igual vi con envidia, cierta ocasión, el portentoso equipo de sonido, novísima generación, del que se hizo para engrandecer su santuario. Pero no fue todo.

A siete años de su fallecimiento, proyecto la diapositiva en la que es el ejecutante de guitarra clásica. La otra cara de una valiosa moneda. Vaya que empujamos juntos: él en sus conciertos, yo asumiendo la grandiosidad del instrumento, otras veces apoyando sus búsquedas de foros para presentarse.

No mucho antes de morir, un simple comentario de mi hija Mariana detonó una noble e imborrable proceder. Al comentar que Fernando intentó sin éxito enseñarme a tocar la guitarra, la chiquilla dio muestras de interés por tomar clases.

Equis día, al llegar a la casa de Villa de Cortés, Mariana recibió un obsequio: una guitarra hecha especialmente para ella. Cosas de las vocaciones, ninguno de los dos ha hecho los honores a tan precioso legado que resguardo con profundo amor.

Caray: esos hermanos que ni se daban cuenta de las marcas, cual ganado en corral, me imprimían. Lo digo a su vez por Carlos Ricardo que, por sus episodios de formación veterinaria en Brasil, empujó el hallazgo de tan exuberante repertorio con la señera figura de Elis Regina.

 

Hubo un día… (Imagen del autor).

 

Más allá de sus esporádicos porrazos al piano o las arrastradas a las cuerdas de la guitarra, Jorge impuso, en sus alocadas parrandas, el remate noctámbulo con la música ligada a su estado emocional.

Entonces, no pocas veces asustado por su desconcertante proceder, me apoderé de dos clásicos que me siguen acompañando: Guadalupe Trigo y Los Ángeles Negros.

El hermano tuvo otros grupos y solistas para lidiar, hasta el último día de su existir hace dos años, con las tristezas, la desdicha amorosa, la resignación, el relajo, el coraje del vivir con el espíritu poético embriagante del ser escritor y periodista, ya fuera en la sala de la casa, en la cantina, en cualquier restaurante o en un cabaret, como el San Luis, en la colonia Roma, a donde me llevó cuando tuve la edad para dar esos pasos.

De la banda de carnales a la bohemia de Luz María, se entera uno de que, a cada estado de ánimo, corresponde una canción. De eso también se alimentó mi papá, Manuel Humberto, cuya música siempre fue por dentro, muy adentro, adentrísimo.

Edúquese joven: de la alegría a la rabia a la tolerancia es cosa de un track.

Venir a mirarme en esta ruta del confín de mares que, con sus miles de especies, se movilizan en mi ser universitario. No hay acción, por pequeña que sea, que no encuentre asociación con la música y acompañada, siempre, del pellejo que se pone como de gallina como del oído que es radar y sonar.

En las fiestas del grupo universitario UAM, como en un hotel de paso en Calzada de Tlalpan, se esmera uno por apuntalar el éxtasis musical: ella sabe, muchísimos lustros después, que en esa habitación quedó impregnada una rola que jamás se nos ha desprendido, Missing You (John Waite).

Y alguien más supo de las alucinaciones propias de un aspirante a disyóquey, en la discoteca Le Club, en Cuernavaca.

Viene en secuencia, casi de marcial soldadesca, una de las diapositivas más extrañas del inventario.

¿Cómo llegué a esa anunciación, qué microscopio se interpuso, qué brebaje, qué telescopio, qué manos operaron, qué diablos pasó? Lo saben ustedes: los silencios cuentan y mucho en estos dominios abrazadores de las músicas.

 

Cuando la minifalda sacudió a la sociedad mexicana y cambió el sentido del baile, algunos eran muy chavitos… (Imagen tomada de mxcity.com).

 

Chuntata, así es, linotipo diapasón

No estalló el cardumen de teclas, de cuerdas, de dedos en diversidad de metales.

Sonó la máquina de escribir Remington.

Tac tac tac. Un ruidero, el golpeteo.

No serían una serie de diapositivas de variados y hermosos instrumentos musicales las que se impregnaran en el negativo de la Minolta. Fue una traslación de dominios. Teclear, poseer las teclas, alternarlas, ir por el teclado cual pianista.

¿Para qué habrá mirado mis manos si negarlas era un pasatiempo?

Les dije a ciertos músicos en esos primeros años: escribo notas informativas y hago entrevistas. Vaya ofertón del que busca hacer periodismo, del que anhela crear semejanzas con la partitura. Oraciones y párrafos, diga pues, que pronto cierra la edición de las páginas del periódico.

La sonrisa de Eduardo Díazmuñoz pega y se queda. Supe así lo que significaba tener un amigo director de orquesta a la vez que compositor. Ahí mis ojos: callar, leer señales, aprender, sentir, acompañar al orquestador desde mi asiento en la sala de conciertos para deletrearlo.

Para que se eduque, reportero, para que seamos hermanos.

El carrusel de diapositivas, el juego de visores aceleran su periplo. Caben más secuencias pero por ahora no tiene caso extender el documental.

Los años pasan y no cambia: realiza un acto de magia aparentando que escucha.

Se proyecta la secuencia de Jorge Reyes. Se da el junto con el pegado y he de cronicar sus músicas. Viaje al fondo de las entrañas. Todo nace en la sonoridad del cuerpo para después armar el caleidoscopio de nuestras raíces prehispánicas.

Sus enseñanzas se quedan tras dejar esta tierra. Jorge Reyes demostró el poderío de la improvisación al filo de la navaja, como quien ante la hoja blanca inventa algo que haga estallar la imaginación.

Y no te equivoques, Lalo, me decía, no dejes de educar el oído. Eso mero: sigo escuchando los paisajes sonoros.

A los entendidos y no tanto les indico: los eslabones son anclas, tatuajes, marcas, sellos forjados en hierros de fuego, signos no siempre descifrables, aunque parezcan caber en una catarata de diapositivas.

Ya ve, supuestamente nuestra síntesis cabía en varias hojas de papel pautado. No, para nada, mega equivocación.

Lo intentó: su goma de borrar no puede con la tersura de la música hawaiana en la cadera de Gigi, quien me confió por más a la Basílica de Nuestra Señora de los Remedios.

Juntos nacimos a eso de los conciertos masivos: gran conmoción al ver, perplejos, en carne y hueso en su primera visita al país, a Paul McCartney, entre muchos otros de su especie. Igual inauguramos el sabor de los musicales en ciertos teatros neoyorquinos, madrileños y parisinos.

 

Cosa de los recintos sagrados del melómano. (Imagen proporcionada por el autor).

 

Un ritual sin par el haber asistido a la casa y el estudio de grabación del rey de reyes del Caribe, Bob Marley, en la caribeña Jamaica.

Son las imágenes de los cimientos: la agitación entregada del merengue dominicano, del vallenato de Colombia en las arenas del Cabo de la Vela, de las norteñas mexicanas alternadas con los Gipsy Kings.

Es con Rocío el Live Chopin, con el polaco Andrzej Jagodzinski Trío, en el nido de la Nezahualcóyotl; es Mi Nena nena del grupo chileno Los Tres al trotar por la costanera con el río Mapocho santiaguino a la diestra; es la guitarra de B.B. King mientras Rocío resguarda en su vientre a Mariana.

Es Ilona, la amiga que aún no recobro, la que me sentó en el Michael’s Pub de Nueva York para constatar la existencia de Woody Allen con su clarinete y su banda. Al pasar frente a nosotros lo detuvimos. Puse en sus manos un ejemplar de Rostros del cine mexicano, de Carlos Monsiváis.

No hay truco: llenarse de tatuajes tiene que ver con una mesa de pimpón.

La bolita va y viene, mi contrincante es Daniel Catán, con quien por igual bebimos en un antro de la comuna de Providencia, en Santiago, que brindamos en San Diego por La hija de Rappaccini, ahí con nosotros Díazmuñoz, como caminamos por Bogotá tras una sesión de su curso de composición.

Es el hombre que por concebir una ópera fue a los glaciares chilenos, como al Amazonas colombiano para escribir la historia de Florencia, como al final de su vida estaba en Austin enfrascado en su reciente creación en inglés.

En las músicas que no son cosa suya, caben las fortunas excepcionales, las que inundan la masa cerebral desde donde se proyectan en suerte de saga de amplia duración.

No es sólo el asunto del melómano, del que cambia de estación del año con desespero. Es el repertorio que se levanta para dar consistencia a nuestro tránsito por esta tierra.

Es el arco, la flecha y la manzana: Chick Corea en el Blue Not, con un abrazo al mexicano; es el Madison Square Garden con Eric Clapton, convertido en cuna del blues, como en San Francisco, donde honramos a John Lee Hooker.

Es Gustavo Dudamel y es Enrique Diemecke, como nadie con la séptima sinfonía de Anton Bruckner, o con su guía para escuchar a Gustav Mahler.

Es Abigail con las enseñanzas de Enya al filo de la frontera de Juárez, Murakami en las lecciones entregadas por Seiji Ozawa y Keit Jarret al piano, solito, en el escenario de mi insustituible Nezahualcóyotl.

Es la marimba en su parque de Tuxtla Gutiérrez o en el quiosco de San Cristóbal de Las Casas.

Así es, mis músicas, con sus maestras, profesores y cómplices, no son sus músicas. Por eso el recuento hace cuentas.

Cierto, se hacen extrañar las resonancias de la escurridiza figura que se toma noctámbulos por asalto, en el efímero ejercicio del contrapunto que es la fuga.

Algo también hay en mí de heredero de la condición propia de los solistas callejeros, de los músicos que recorren alegremente los barrios conmoviendo corazones, invocando tarareos inconclusos, guardando las monedas en la bolsa para salir adelante en el jornal, sin aflojar el paso, seguro del noble oficio de las canciones que dan sentido a la permanente partida.

Ya veremos qué tanto más cuento del porvenir.

De oficios a oficiantes: lo suyo ha sido, será, el destensar cuerdas, lanzar rítmicos alaridos mientras gira la ruleta de los chakras.

 

Las músicas de las calles que también forman. (Imagen proporcionada por el autor).

 

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